El Puño de Hierro Tras la Mano Invisible

El Capitalismo Corporativo como Sistema de Privilegio Garantizado por el Estado. Kevin Carson

Introducción

Comúnmente, se reconoce que el feudalismo se fundó sobre la base del robo y la usurpación; una clase dominante se estableció por la fuerza, y luego obligó a los campesinos a trabajar en beneficio de los señores. Pero ningún sistema de explotación, incluido el capitalismo, jamás ha sido creado por la acción del libre mercado. El capitalismo se basa en un acto de robo tan masivo como el que sirvió de sustento al feudalismo. Se ha sostenido hasta el presente gracias a la continua intervención del estado para proteger su sistema de privilegios, intervención sin la cual su supervivencia es inimaginable.

La estructura actual de la propiedad del capital y la organización de la producción en nuestra llamada economía “de mercado”, refleja la intervención coercitiva del estado de manera previa y exógena al mercado. Desde el comienzo de la revolución industrial, lo que nostálgicamente se conoce como “laissez-faire” fue en realidad un sistema de continua intervención del Estado para subsidiar la acumulación, garantizar privilegios y disciplinar a los trabajadores.

Los libertarios de derecha asumen que la mayor parte de dicha intervención es parte de un sistema “de mercado”. Exceptuando a unos cuantos intelectualmente honestos como Rothbard y Hess, que estaban dispuestos a examinar el papel de la coerción en la creación del capitalismo, la escuela de Chicago y los seguidores de Ayn Rand aceptan las relaciones de propiedad existentes y el poder de clase como hechos dados. Su ideal de “libre mercado” no es más que el sistema actual menos el aparato regulador y de bienestar del estado progresista–es decir, el capitalismo de varones ladrones del siglo XIX.

Pero los mercados genuinos tienen un valor para la izquierda libertaria y no debemos ceder el significado del término a nuestros enemigos. De hecho, el capitalismo –un sistema de poder en el que la propiedad y el control de la producción están divorciados de la mano de obra– no podría sobrevivir en un mercado libre. Como anarquista mutualista, creo que la expropiación de la plusvalía –es decir, el capitalismo– no puede ocurrir sin la coerción ejercida por el Estado para mantener el privilegio del usurero, del propietario y del capitalista. Fue por esta razón que el anarquista de libre mercado Benjamin Tucker –citado selectivamente por los libertarios de derecha– se consideraba un socialista libertario.

Queda más allá de mi capacidad o propósito en este ensayo el describir un mundo en el que un genuino sistema de mercado hubiese podido desarrollarse sin la intervención del Estado. Un mundo en el que los campesinos se hubiesen aferrado a su tierra y la propiedad estuviese ampliamente distribuida, en el que el capital estuviese libremente disponible para los trabajadores a través de bancos mutuales, en el que se pudiese acceder a la tecnología productiva sin el obstáculo de las patentes, y en el que cada pueblo fuese libre de desarrollarse localmente sin el saqueo colonial, está más allá de nuestra imaginación. Pero habría sido un mundo de producción descentralizada y a pequeña escala para uso local, en el que la propiedad y el control del proceso productivo estarían en manos de los que hacen el trabajo–tan distinto de nuestro mundo como el día de la noche, o la libertad de la esclavitud.

El subsidio de la historia

En consecuencia, el mayor subsidio del que disfrutó el capitalismo corporativo moderno es el de la historia, a través del cual el capital se concentró inicialmente en unas cuantas manos, y el trabajo fue privado de acceso a los medios de producción y obligado a venderse en las condiciones dictadas por el comprador. El sistema actual de propiedad concentrada del capital y organización corporativa de gran escala, es el beneficiario directo de esa estructura original de poder y propiedad que se ha perpetuado durante los siglos.

Para posibilitar el nacimiento del capitalismo tal como lo conocemos, fue esencial, primero que nada, separar al trabajo de la propiedad. Los marxistas y otros economistas radicales comúnmente se refieren al proceso como la “acumulación originaria”. “Lo que exigía el sistema capitalista era… una condición servil de las masas populares, la transformación de las mismas en alquilones y la conversión de sus medios de trabajo en capital”. Eso significaba la expropiación de la tierra, “a la que el [campesinado] tiene los mismos derechos feudales que el Señor mismo”. [Marx, “Capítulo 24: Expropiación de la Población Rural, a la que se despoja de la tierra”, El Capital, Tomo I]

Para comprender la enormidad del proceso, debemos entender que los derechos de la nobleza sobre la tierra en la economía señorial eran una ficción legal feudal que se derivaba de la conquista. Los campesinos que cultivaban la tierra de Inglaterra en 1650 eran descendientes de aquellos que la habían ocupado desde tiempos inmemoriales. Era su propiedad en el total sentido de la palabra y bajo cualquier estándar moral que se considere. Los ejércitos de Guillermo el Conquistador, ejerciendo ningún otro derecho que el de la fuerza, habían obligado a estos campesinos propietarios a pagar alquiler en su propia tierra.

J.L. y Bárbara Hammond analizaron el sistema de la aldea y el campo abierto del siglo XVI como un superviviente de la sociedad campesina libre de la época anglosajona, con el latifundismo superpuesto sobre él. La alta burguesía vio la supervivencia de los derechos de los campesinos como un obstáculo para el progreso y la agricultura eficiente; una revolución en su poder era una manera de romper la resistencia campesina. De ahí que la comunidad agrícola fue “despedazada… y reconstruida en la manera en que un dictador reconstruye un gobierno libre”. [“El trabajador del campo” 27-28, 35-36].

Cuando los Tudor le dieron tierras monásticas expropiadas a la nobleza, esta última “expulsó en masa a los antiguos campesinos hereditarios, fusionando los predios de estos últimos” [Marx, “La Expropiación”]. Esta tierra robada, alrededor de una quinta parte de la tierra cultivable de Inglaterra, fue la primera expropiación a gran escala del campesinado.

Otro importante robo de tierras campesinas fue la “reforma” de la ley de tierras llevada a cabo por el Parlamento de la Restauración en el siglo XVII. La aristocracia abolió las tenencias feudales y convirtieron sus propios derechos sobre la tierra, que hasta entonces eran “sólo un título feudal“, en “derechos de propiedad privada moderna“. En el proceso se suprimieron los derechos de tenencia de los copyholders, que aunque eran inquilinos de jure bajo la ley feudal, podían adueñarse de la tierra para venderla o dejarla en herencia pagando un tributo insignificante fijado por la costumbre. En definitiva, tenían el derecho de facto para vender o legar. En esencia, el copyhold era un equivalente feudal de la propiedad plena, pero como derivaba de la costumbre, era defendible exclusivamente en los tribunales señoriales. En virtud de la “reforma”, los arrendatarios en régimen de copyhold se convirtieron en arrendatarios voluntarios que podían ser desalojados y a los que se les podía cobrar la renta que su señor considerase adecuada [Marx, “La Expropiación…”].

Otra forma de expropiación que se inició a finales de la época medieval y aumentó drásticamente en el siglo XVIII fue el cercamiento de los comunales, en los que, de nuevo, los campesinos tenían comunalmente un derecho de propiedad tan legítimo como cualquiera de los considerados por los defensores de los “derechos de propiedad” de hoy en día. Sin contar los cercamientos efectuados antes de 1700, los Hammond estimaron el total de cercamientos en los siglos XVIII y XIX como equivalentes a un sexto o un quinto de la tierra cultivable en Inglaterra [“El trabajador del campo”, 42]. E.J. Hobsbawm y George Rude estimaron que solo los cercamientos que ocurrieron entre 1750 y 1850 implicaron la transformación de “algo así como un cuarto de la superficie cultivada en campo abierto, tierra comunal, prado o tierra residual, en campos privados…” [Captain Swing, 27].

Las clases dominantes vieron los derechos de los campesinos sobre el comunal como fuente de independencia económica de cara al capitalista y el terrateniente, y por lo tanto como una amenaza que había que destruir. Los cercamientos eliminaron “un peligroso centro de indisciplina” y obligaron a los trabajadores a vender su fuerza de trabajo en términos favorables para los patronos. Arthur Young, un caballero de Lincolnshire, describe los comunales como “un caldo de cultivo para ‘la barbarie’, ‘criaderos de gente maliciosa’“. En sus escritos asegura que “Todo el que no sea un idiota sabe que las clases inferiores deben mantenerse en la pobreza o nunca serán laboriosas“. La Revista Comercial y Agrícola advertía en 1800 que dejar al trabajador “en posesión de más tierras que las que su familia pueda cultivar en las noches” implicaría que “el agricultor ya no pueda depender de él para el trabajo constante“. [Thompson, The Making of the English Working Class, 219-220, 358]. Sir Richard Price describió la conversión de propietarios autosuficientes en “un grupo de hombres que se ganan la subsistencia trabajando para los demás“. Y que “tal vez habría más mano de obra porque habría más compulsión sobre la misma“. [Marx, “La Expropiación…”].

Marx citó a “las leyes de cercamiento” parlamentarias como prueba de que los comunales, lejos de ser la “propiedad privada de los grandes terratenientes que sustituyeron a los señores feudales”, en realidad requirieron “un golpe de Estado parlamentario… para su transformación en propiedad privada”. [“La Expropiación …”]. El proceso de acumulación primitiva, en toda su brutalidad, fue resumida por el mismo autor:

…esos recién liberados sólo se convierten en vendedores de sí mismos después de haber sido despojados de todos sus medios de producción, así como de todas las garantías que para su existencia les ofrecían las viejas instituciones feudales. La historia de esta expropiación de los trabajadores ha sido grabada en los anales de la humanidad con trazos de sangre y fuego.

Pero represión de la clase obrera no se limitó a la expropiación. El Estado se abocó a regular el movimiento de los trabajadores, servir de bolsa de trabajo a favor de los capitalistas, y a mantener el orden. El sistema parroquial de regulación de la circulación de personas, en virtud de las leyes de indigencia y las leyes contra la vagancia, se parecía al sistema de pasaportes internos de Sudáfrica, o a los Códigos Negros de la era de la Reconstrucción. Según Marx, este sistema tuvo “el mismo efecto sobre el trabajador agrícola Inglés que el edicto del tártaro Borís Godunov en el campesinado ruso” [“La expropiación …”]. Adam Smith se atrevió a decir que no había “casi ningún hombre pobre en Inglaterra de cuarenta años de edad… que en algún momento de su vida no se haya sentido cruelmente oprimido por esta preversa ley de asentamientos”. [Riqueza de las Naciones, 61].

El Estado mantenía la disciplina laboral impidiéndole a los trabajadores votar con los pies. Era difícil persuadir a las autoridades parroquiales para que le otorgaran a un hombre un certificado que le diese derecho a trasladarse a otra parroquia en busca de trabajo. Los trabajadores se vieron obligados a quedarse en un mismo lugar y negociar condiciones laborales en un mercado de compradores [Smith 60-61].

A primera vista, esto puede parecer inconveniente para las parroquias con escasez de mano de obra [Smith 60]. Las fábricas se construían en las fuentes de energía hídrica, en general bastante retiradas de los centros de población. Se necesitaba importar miles de trabajadores desde muy lejos. Pero el Estado resolvió el problema estableciéndose como intermediario en la provisión de la mano de obra que sobrase en alguna parte a las parroquias deficitarias en mano de obra, privando a los trabajadores de la capacidad de negociar mejores términos. También surgió un considerable comercio de niños trabajadores que en cualquier caso no estaban en condiciones de negociar [los Hammond, “El trabajador de la ciudad” 1:146].

Las ayudas “rara vez se concedían sin que la parroquia exigiese el derecho exclusivo de disponer, a su antojo, de todos los hijos de la persona que recibía la ayuda”, en palabras de la Comisión de Aprendices Parroquiales de 1815 [los Hammond, “El trabajador de la ciudad” 1:44, 147]. Incluso cuando los comisionados de la Ley de Pobres alentaban la migración a las parroquias deficitarias en mano de obra, desalentaban a los hombres adultos y “se dio preferencia a ‘viudas con familias numerosas con niños o artesanos… con familias numerosas'”. Además, la disponibilidad de mano de obra barata proporcionada por los comisionados de las leyes de pobreza se utilizó deliberadamente para reducir los salarios; los agricultores se deshacían de sus propios jornaleros y solicitaban ayuda al supervisor [Thompson 223-224].

Aunque las leyes de combinación teóricamente aplicaban tanto para patronos como para trabajadores, en la práctica no se aplicaban contra estos últimos [Smith 61; los Hammond, “El trabajador de la ciudad” 1:74]. “A Journeyman Cotton Spinner” –un panfletista citado por EP Thompson [pp 199-202]– se refirió a “una combinación abominable existente entre los patronos”, en la que los trabajadores que habían abandonado a sus empleadores debido a desacuerdos sobre salarios eran incluidos en una lista negra. Las Leyes de Combinación requerían que los sospechosos respondiesen a interrrogatorios bajo juramento, facultaban a los magistrados para hacer juicios sumarios, y permitían el decomiso sumario de los fondos recolectados para ayudar a las familias de los huelguistas [“El trabajador de la ciudad” de 123-127]. Y las leyes que establecían topes de salarios equivalían a un sistema hecho a medida para los patronos respaldado por el Estado. Como lo dijese Adam Smith, “siempre que la legislatura intenta regular las diferencias entre los patronos y sus obreros, sus consejeros son siempre los patronos” [p. 61].

El estilo de vida de la clase obrera en el marco del sistema de la fábrica, con sus nuevas formas de control social, fue una ruptura radical con el pasado. Implicó una drástica pérdida de control sobre su propio trabajo. El calendario de trabajo del siglo XVII estaba todavía maracdo por una fuerte influencia de la costumbre medieval. Aunque habían rachas de días entre la siembra y la cosecha en los que las jornadas eran largas, los períodos intermitentes de trabajo ligero y la proliferación de los días santos hacían que el promedio de horas trabajadas fuese muy inferior al nuestro. Y el ritmo de trabajo quedaba generalmente determinado por el sol o los ritmos biológicos del trabajador, que se levantaba después de un número decente de horas de sueño y se sentaba a descansar cuando le daba la gana. El aldeano que tenía acceso a la tierra comunal, podía tomar ocasionalmente un trabajo asalariado cuando necesitase un ingreso extra y luego volver a trabajar por su cuenta. Desde el punto de vista capitalista, este grado de independencia era inaceptable.

En el mundo moderno la mayoría de la gente tiene que adaptarse a un cierto tipo de disciplina y observar los horarios de otra gente… o trabajar bajo las órdenes de otras personas, pero tenemos que recordar que la población que fue sometida al ritmo brutal de la fábrica se había estado ganando la vida en relativa libertad, y que la disciplina de la fábrica temprana era particularmente salvaje…. Ningún economista de por aquel entonces tomó en cuenta, en la estimación de las ganancias o pérdidas sociales que implicó el empleo de fábrica, la violencia a la que eran sometidos los sentimientos de un hombre cuando pasaba de una vida en la que podía fumar o comer, o cavar o dormir a su antojo, a una en la que alguien le encendía el suiche y durante catorce horas no tenía derecho siquiera a silbar. Era como entrar en la vida asfixiante y sombría de una prisión [los Hammond, “El trabajador de la ciudad” 1:33-34].

El sistema de la fábrica no podría haber sido impuesto a los trabajadores sin antes privarlos de alternativas, y negarles forzosamente el acceso a cualquier fuente de independencia económica. Ningún ser humano íntegro, con un mínimo sentido de la libertad o la dignidad, se habría sometido a la disciplina de la fábrica. Stephen Marglin comparó la fábrica textil del siglo XIX, en la que trabajaban niños indigentes comprados en el mercado de esclavos de los refugios de pobres, a las fábricas romanas de ladrillo y cerámica que funcioban con mano de obra esclava. En Roma, la manufactura dominada por hombres libres era excepcional. El sistema de la fábrica, a lo largo de la historia, ha sido posible sólo gracias a la existencia de una fuerza de trabajo privada de alternativas viables.

Los hechos que tenemos disponibles… sugieren fuertemente que el hecho de que el trabajo se organizara bajo el modelo de la fábrica no dependió de consideraciones tecnológicas, sino del poder relativo de las dos clases productoras. Los libertos y los ciudadanos tenían el poder suficiente para mantener una organización gremial. Los esclavos no tenían poder alguno, por lo que terminaron en las fábricas [“What Do Bosses Do?”].

El problema con el viejo sistema “a destajo” –en el que los trabajadores artesanales producían textiles en un sistema contractual– fue que solo eliminaba el control obrero sobre el producto. El sistema de la fábrica, mediante la eliminación del control de los trabajadores sobre el proceso productivo, tenía la ventaja de la disciplina y supervisión que permitía el organizar a los trabajadores bajo un capataz.

el origen y el éxito de la fábrica no se encuentran en la superioridad tecnológica, sino en la transferencia del control del proceso productivo y la cantidad producida de los trabajadores a los capitalistas, en el hecho de que el trabajador pasó de decidir cuánto trabajar y producir en base a sus preferencias por el ocio y el consumo, a decidir si trabajaba o no trabajaba en absoluto, lo cual, por supuesto, difícilemten podemos decir que era una elección.

Marglin puso patas para arriba al clásico de Adam Smith sobre la división del trabajo en la manufactura de alfileres. El aumento de la eficiencia resultaba no de la división del trabajo como tal, sino de dividir y secuenciar el proceso en tareas separadas con el fin de reducir el tiempo de puesta a punto. Esto podría haber sido llevado a cabo por un solo artesano que separase las diversas tareas y luego las realizara de forma secuencial (es decir, extrayendo el cable durante toda una ronda de producción, luego extendiéndolo, luego cortándolo, etc).

sin especialización, el capitalista no tenía ningún papel esencial que desempeñar en el proceso de producción. Si cada productor pudiese integrar él mismo las tareas constitutivas de la manufactura del alfiler en un producto comercializable, pronto descubrirá que no tenía necesidad de acceder al mercado de alfileres a través de la intermediación del patrono. Podría venderlo directamente y apropiarse del beneficio que el capitalista derivaba por mediar entre el productor y el mercado.

Este principio es fundamental para entender la historia de la tecnología industrial de los últimos doscientos años. Incluso teniendo en cuenta la necesidad de las fábricas para algunas formas de manufactura de gran escala e intensivas en capital, por lo general la determinación de la tecnología productiva dentro de la fábrica es una cuestión de elección. La industria ha optado sistemáticamente por tecnologías que disminuyen la necesidad de mano de obra cualificada y que desplazan la toma de decisiones hacia arriba en la jerarquía directiva. Ya en 1835, el Dr. Andrew Ure (el abuelo ideológico del taylorismo y el fordismo), argumentó que mientras más hábil fuese el trabajador, “más obstinado y… menos adecuado como componente de un sistema mecánico” sería. La solución consistía en eliminar los procesos que requiriesen “la peculiar destreza y firmeza de mano… del trabajador ingenioso” y sustituirlos por un “mecanismo que se autoregulase de tal manera que un niño pudiese supervisarlo”. [Filosofía de las Manufacturas, en Thompson, 360]. Y ese es el principio que se aplicó durante todo el siglo XX. William Lazonick, David Montgomery, David Noble y Katherine Piedra, han producido una excelente serie de trabajos sobre este tema. A pesar de que los experimentos corporativos en autogestión de los trabajadores aumentan la moral y la productividad, y reducen los accidentes laborales y el ausentismo más allá de las expectativas de los puestos directivos, suelen ser abandonados por temor a la pérdida de control.

Christopher Lasch, en su prólogo a America by Design de Noble, caracterizó el proceso de descualificación de esta manera:

El capitalista, después de arrebatar la propiedad del trabajador, también expropió gradualmente sus conocimientos técnicos para establecer su dominio del proceso productivo…

La expropiación de los conocimientos técnicos de los trabajadores tuvo como consecuencia lógica el crecimiento de la gestión moderna, en la que el conocimiento técnico terminó concentrándose. A medida que el movimiento de la administración científica dividió la producción en los procedimientos que la componen –reduciendo al trabajador a un apéndice de la máquina– se llevó a cabo una gran expansión del personal técnico y de supervisión con el fin de supervisar el proceso productivo en su conjunto [pp xi-xii].

La expropiación de los campesinos y la imposición del sistema de trabajo de la fábrica no se llevó a cabo sin resistencia; los trabajadores sabían exactamente lo que les estaban haciendo y lo que habían perdido. Durante la década de 1790, cuando la retórica de los jacobinos y Tom Paine se expandía entre la radicalizada clase obrera, los gobernantes de “la cuna de la libertad” se aterrorizaban con solo pensar que el país pudiese ser barrido por la revolución. El sistema de controles de Estado policial sobre la población se parecía a un régimen de ocupación extranjera. Los Hammond citan correspondencia entre los magistrados del norte del país y el Ministerio del Interior en la que la ley era cándidamente considerada “como un instrumento de represión, no de justicia“, y las clases trabajadoras “aparecían… conspicuamente como una población ilota”. [“El trabajador de la ciudad” 72]

…a la luz de los documentos del Ministerio del Interior… las clases trabajadoras carecían de los derechos personales que típicos de los ingleses. Los magistrados y sus secretarios no reconocían ningún límite a sus poderes sobre la libertad y los movimientos de los hombres que trabajaban. Las leyes contra la vagancia parecían sobreponerse a toda la carta de libertades de los ingleses. Estaban acostumbrados a encarcelar a cualquier hombre o mujer de la clase obrera cuyo carácter fuese, a juicio del magistrado, inconveniente o molesto. Ofrecieron la forma más fácil y expedita de proceder contra cualquiera que intentase recaudar dinero para las familias de los obreros encerrados, o que difundiese literatura que los magistrados considerasen indeseable [Ibid. 80].

Los bobbies de Robert Peel —policías profesionales— reemplazaron el sistema de Posse Comitatus porque éste era insuficiente para controlar a una población de trabajadores cada vez más descontentos. En la época de los luditas y otros disturbios, oficiales de la corona advirtieron que “aplicar la Ley de Vigilancia y Prevención implicaría poner armas en manos de los más fuertemente margniados”. Al comienzo de las guerras con Francia, Pitt terminó la práctica de acuartelamiento de los soldados en tabernas, mezclados con la población general. En cambio, los distritos manufactureros se cubrieron con barracas, como “asunto puramente policial”. Las áreas fabriles “llegaron a parecerse a un país bajo ocupación militar”. [Ibíd. 91-92].

El estado policial de Pitt fue complementado por el vigilantismo cuasi privado, en la mejor tradición de los camisas negras y escuadrones de la muerte que prevalecerían desde entonces. Por ejemplo, la “Asociación para la Protección de la Propiedad contra los Republicanos y los Levellers” —una asociación anti-jacobina de la alta burguesía y propietarios de molinos— realizaba redadas casa por casa y quemas de efigies tipo Guy Fawkes contra Paine; turbas “de la Iglesia y el Rey” aterrorizaban a presuntos radicales [Capítulo Cinco, “Plantando el árbol de la libertad”, en Thompson].

Thompson caracterizó este sistema de control como un “apartheid político y social”, y argumentó que “la revolución que no ocurrió en Inglaterra fue tan totalmente devastadora” como la que sí ocurrió en Francia [pp 197-198].

Por último, el Estado ayudó al crecimiento de las manufacturas a través del mercantilismo. Los exponentes modernos del “libre mercado” por lo general tratan al mercantilismo como un intento “equivocado” de promover una especie de interés nacional unificado, llevado a cabo gracias a la sincera ignorancia de los principios económicos. Pero lo cierto es que los arquitectos del mercantilismo sabían exactamente lo que estaban haciendo. El mercantilismo fue extremadamente eficiente en el logro de su verdadero propósito: enriquecer a los fabricantes a expensas de todos los demás. Adam Smith atacó constantemente al mercantilismo no como producto de un error económico, sino como un intento muy inteligente por parte de intereses poderosos para enriquecerse a través del poder coercitivo del Estado.

La industria manufacturera británica fue creada por la intervención del Estado para impedir la entrada de bienes extranjeros, otorgarle el monopolio sobre el comercio exterior a la industria naviera británica, y acabar con la competencia extranjera por la fuerza. Como ejemplo de esto último, las autoridades británicas en la India destruyeron la industria textil bengalí, fabricantes de la tela de más alta calidad del mundo. Aunque no habían adoptado métodos de producción a vapor, hay una posibilidad real de que lo habrían hecho si India se hubiese mantenido política y económicamente independiente. El otrora próspero territorio de Bengala es ocupado hoy por Bangladesh y la zona de Calcuta [Chomsky, “El nuevo orden mundial (y el viejo)”].

Los sistemas industriales estadounidenses, alemanes y japoneses fueron creados por las mismas políticas mercantilistas, con aranceles masivos sobre las importaciones industriales. El “libre comercio” fue adoptado por las potencias industriales firmemente establecidas, que utilizaron el “laissez-faire” como un arma ideológica para evitar que sus posibles rivales siguieran el mismo método de industrialización. El capitalismo nunca se ha establecido por medio del libre mercado, o incluso por la acción predominante de la burguesía. Siempre ha sido establecido por una revolución desde arriba, impuesta por una clase dominante precapitalista. En Inglaterra, esa clase era la aristocracia terrateniente; en Francia, la burocracia de Napoleón II; en Alemania, los Junkers; en Japón, los Meiji. En EE.UU., en donde se dio lo más parecido a una evolución burguesa “natural”, la industrialización fue llevada a cabo por una aristocracia mercantilista de magnates navieros federalistas y terratenientes [Harrington, “El ocaso del capitalismo”].

Los medievalistas románticos como Chesterton Belloc describieron el proceso mediante el cual poco a poco se desvaneció la servidumbre durante la Alta Edad Media, y los campesinos se había transformado en propietarios libres de facto después de pagar una indemnización nominal a sus amos. El sistema feudal de clases se estaba desintegrando y siendo reemplazado por otro mucho más libertario y menos explotador. Immanuel Wallerstein sostuvo que el resultado probable habría sido “un sistema de pequeños productores que operarían bajo condiciones de relativa igualdad, horizontalizando aun más las aristocracias y descentralizando las estructuras políticas”. Para 1650 la tendencia se había revertido, y había “un nivel razonablemente alto de continuidad entre las familias que habían ocupado los estratos altos” en 1450 y 1650. El capitalismo, lejos de caracterizarse por “el derrocamiento de la aristocracia retrógrada por parte de una burguesía progresista”, “fue posibilitado por la existencia de una aristocracia terrateniente que se transformó en una burguesía porque el viejo sistema se estaba desintegrando”. [El capitalismo histórico 41-42, 105-106]. Arno Mayer hace eco de parte de este argumento [La persistencia del Antiguo Régimen], argumentando la existencia de una continuidad entre la aristocracia terrateniente y la clase dominante capitalista.

El proceso por el cual fue derrocada la alta civilización medieval de propietarios campesinos, gremios de artesanos y ciudades libres, fue descrito vívidamente por Kropotkin [Apoyo mutuo 225]. Antes de la invención de la pólvora, las ciudades libres repelían los ejércitos reales las más de las veces, y ganaron su independencia de los derechos feudales. Y estas ciudades a menudo hicieron causa común con los campesinos en su lucha por controlar la tierra. El Estado absolutista y la revolución capitalista que impuso sólo se hicieron posibles cuando la artillería pudo reducir las ciudades fortificadas con un alto grado de eficiencia y el rey pudo hacer la guerra a su propio pueblo. Y a raíz de esta conquista, la Europa de William Morris quedó devastada, despoblada y miserable.

Peter Tosh tenía una canción llamada “Cuatrocientos años”. Aunque la clase obrera blanca no ha sufrido nada comparable a la brutalidad de la esclavitud negra, han habido, sin embargo, unos “400 años” de opresión para todos nosotros en el marco del sistema de capitalismo de Estado establecido en el siglo XVII. Desde el nacimiento de los primeros estados hace seis mil años, la coerción política ha permitido que una clase dominante u otra viva del trabajo de los demás. Pero desde el siglo XVII el sistema de poder se ha vuelto cada vez más consciente, unificado y global en su escala. El actual sistema de capitalismo de Estado transnacional, sin rival desde el colapso del sistema burocrático de clases soviético, es una consecuencia directa de la toma del poder hace “400 años”. Es al revés de lo que decía Orwell. El pasado es “una bota que pisa una cara humana”. Que el futuro sea o no más de lo mismo depende de lo que hagamos ahora.

Hegemonía ideológica

La hegemonía ideológica es el proceso por el cual los explotados terminan viendo el mundo a través de un marco conceptual que les ha sido proporcionado por sus explotadores. Sirve principalmente para ocultar el conflicto de clases y la explotación detrás de la cortina de humo de la “unidad nacional” o “bienestar general”. Los que señalan el papel del Estado como garante de los privilegios de clase son denunciados, en tonos teatrales de indignación moral, de promover “la lucha de clases”. Si alguien es tan imperdonablemente “extremista” como para describir la manera en que el capitalismo corporativo se beneficia enormemente de la intervención estatal y el subsidio, seguramente será reprendido por esgrimir una “retórica marxista de guerra de clases” (Bob Novak), o “retórica de los barones ladrones” (Secretario del Tesoro O’Neill).

El marco ideológico de la “unidad nacional” se afianza hasta el punto en el que “este país”, “sociedad”, o “nuestro sistema de gobierno” se presenta como merecedor de nuestra gratitud por “las libertades que disfrutamos”. Sólo los más antipatrióticos se percatan de que nuestras libertades, lejos de habernos sido concedidas por un gobierno generoso y benevolente, fueron ganadas por la resistencia que opusimos en el pasado contra el Estado. Las cartas y declaraciones de derechos no nos fueron otorgadas por el Estado, sino que fueron impuestas forzosamente al Estado desde abajo.

Si nuestras libertades nos pertenecen por derecho de nacimiento, como un hecho moral de la naturaleza, se deduce que no le debemos nada al Estado por no violarlas, al igual que no le debemos nuestro agradecimiento a otro individuo por abstenerse de robarnos o matarnos. La simple lógica implica que en vez de ser agradecidos para con “el país más libre del mundo”, debemos armar un escándalo cada vez que se atenta contra nuestra libertad. Después de todo, así fue como conseguimos nuestra libertad en un principio. Cuando una persona nos mete la mano en el bolsillo para enriquecerse a costa nuestra, nuestro instinto natural es resistir. Pero gracias al patriotismo, la clase dominante es capaz de transformar su mano en nuestro bolsillo en la “sociedad” o “nuestro país”.

La religión de la unidad nacional es más patológica en lo que respecta a la “defensa” y la política exterior. La fabricación de la crisis externa y la histeria bélica se ha usado desde el comienzo de la historia para suprimir las amenazas a la clase dominante. Puede que los políticos corruptos trabajen para intereses bien definidos en el país, pero cuando esos mismos políticos manufacturan una guerra ésta siempre se vende como una cuestión de lealtad a “nuestro” país.

Típicamente el Presidente del Estado Mayor Conjunto, al discutir la postura de “defensa”, se refiere con su cara bien lavada a las “amenazas a la seguridad nacional” que enfrenta EE.UU., y declara que las fuerzas armadas de un enemigo oficial como China están siempre mucho más allá de sus “requisitos de legítima defensa”. La forma más rápida de pasarse de la raya es señalar que todas estas “amenazas” se refieren a lo que algún país en el otro lado del mundo está haciendo a en su territorio cien kilómetros dentro de su frontera. Otro delito contra la adoración patriótica es juzgar las acciones de EE.UU., en sus operaciones globales para mantener al tercer mundo reservado para IT&T y la United Fruit Company, bajo el mismo estándar de “requisitos de defensa legítimos” aplicados a China.

En la ideología oficial, las guerras de EE.UU., por definición, siempre se pelean “por nuestras libertades”, para “defender a nuestro país”, o en el mundo zalamero de Maudlin Albright, por un deseo desinteresado de promover “la paz y la libertad” en el mundo. Sugerir que los verdaderos defensores de nuestras libertades se levantaron en armas contra el gobierno, o que el Estado de seguridad nacional es una mayor amenaza para nuestras libertades que cualquier enemigo extranjero que jamás hayamos enfrentado, es imperdonable. Los buenos estadounidenses nunca se percatan de todos los asesores militares que andan por ahí entrenando a escuadrones de la muerte en el arte de arrancarle la cara a un organizador sindical y lanzarlo a una cuneta, o cómo aplicar correctamente un alicate a los testículos de un disidente. Los crímenes de guerra sólo son cometidos por potencias derrotadas. (Pero tal como lo aprendieron los nazis en 1945, los criminales de guerra desempleados generalmente pueden encontrar trabajo en la nueva potencia hegemónica).

Después de un siglo y medio de adoctrinamiento patriótico por el sistema educativo estatal, los estadounidenses han interiorizado completamente la versión “pequeña escuela roja” de la historia del país. Este prejuicio autoritario es tan diametralmente opuesto a las creencias de aquellos que se levantaron en armas en la Revolución que los ciudadanos se han olvidado en gran medida de lo que significa ser estadounidense. De hecho, se han tergiversado totalemente los auténticos principios del americanismo. Hace doscientos años, los ejércitos permanentes eran temidos como una amenaza a la libertad y un caldo de cultivo para personalidades autoritarias; el servicio militar obligatorio se asoció con la tiranía de Cromwell; el trabajo asalariado se concebía como incompatible con el espíritu independiente de un ciudadano libre. Hoy, doscientos años más tarde y tras sesenta años de vivir bajo un Estado militarizado y “guerras” contra un enemigo interno u otro, los estadounidenses se han prusianizado a tal punto que están condicionados a hacer una genuflexión en cuanto ven un uniforme. Los que se rehusan a servir en el ejército son vistos como equivalentes morales a los abusadores de menores. La mayoría de la gente trabaja para alguna burocracia corporativa o estatal centralizada, donde se espera que obedezcan órdenes de sus superiores como una cuestión de rutina, que trabajen bajo constante vigilancia, e incluso que orinen en una taza en cuando se les diga que tienen que hacerlo.

En tiempos de guerra, se convierte en antipatriótico criticar o cuestionar al gobierno y la disidencia se identifica con la deslealtad. La fe absoluta y la obediencia a la autoridad se convierten en prueba de fuego de nuestro “americanismo”. La guerra en el extranjero es una herramienta muy útil para manipular la mente popular y mantener a la población doméstica bajo control. La guerra es la forma más fácil de darle vastos poderes al Estado sin tener que rendirle cuentas a nadie. La gente es más acríticamente obediente junto cuando tendría que estar más alerta.

El colmo de la ironía es que en un país fundado por una revolución, el “americanismo” se conciba como el respeto a la autoridad y la resistencia a la “subversión”. La Revolución fue una revolución de verdad, en la que las instituciones políticas domésticas de las colonias fueron derrocadas por la fuerza. Fue, en muchos momentos y lugares, una guerra civil entre clases. Pero como escribió Voltairine de Cleyre hace un siglo en “Anarquismo y Tradiciones Americanas”, la versión en los libros de historia es un conflicto patriótico entre nuestros “padres de la patria” y un enemigo extranjero. Los que todavía saben citar de memoria a Jefferson sobre el derecho a la revolución son relegados a la periferia “extremista”, y se les acorralará en la próxima histeria de guerra o “temor rojo”.

Esta construcción ideológica de un “interés nacional” unificado incluye la ficción de un conjunto “neutral” de leyes que oculta la naturaleza explotadora del sistema de poder bajo el que vivimos. Bajo el capitalismo corporativo, las relaciones de explotación son mediadas por el sistema político de una forma sin precedente en los sistemas de clases anteriores. Bajo la esclavitud y el feudalismo, la explotación era concreta y personalizada en la relación del productor con su amo. El esclavo y el campesino sabían exactamente quién los estaba jodiendo. El obrero moderno, por el contrario, siente una sensación dolorosa y palpitante, pero sólo tiene una vaga idea de donde viene.

Además de su función de enmascarar los intereses de la clase dominante detrás de una fachada de “bien común”, la hegemonía ideológica también manufactura divisiones entre los gobernados. A través de campañas contra los “aprovechadores del bienestar” y los “morosos”, y exigencias de “mano dura contra el crimen”, la clase dominante es capaz de canalizar la hostilidad de la clase media y trabajadora en contra de la clase baja.

Especialmente nauseabundo es el fenómeno del “populismo multimillonario”. Las quejas hacia la bancarrota del Estado, los llamados a “reformar” el Estado de bienestar y las guerras contra la delincuencia se envuelven en una retórica pseudo populista, identificando a la clase baja como los principales parásitos que se alimentan de la mano de obra de los productores. En la ridiculez de ese universo simbólico, cualquiera pensaría que EE.UU. es un mundo Readers Digest/Norman Rockwell, repleto de pequeños empresarios hacendosos y agricultores familiares por un lado, y de dependientes de ayudas sociales, morosos, jefes sindicales y burócratas por el otro. El que escuchase esto sin conocer la realidad ni sospecharía que existen multimillonarios o corporaciones globales, y mucho menos que podrían llegar a beneficiarse de tal “populismo”.

En el mundo real las grandes corporaciones son los clientes más importantes del Estado de bienestar, las mayores bancarrotas se dan en el mundo corporativo, y los peores crímenes se cometen en oficinas corporativas en lugar de en las calles. El verdadero robo del productor medio consiste en el beneficio y la usura, extorsionado sólo con la ayuda del Estado –el verdadero “gran gobierno” que llevamos sobre nuestras espaldas. Pero mientras la clase obrera y la clase baja estén ocupados peleándose entre sí, no se darán cuenta de quién realmente es el que los está robando.

Como dijo Stephen Biko, “El arma más poderosa del opresor es la mente del oprimido”.

El monopolio del dinero

En todos los sistemas de explotación de clase, una clase dominante controla el acceso a los medios de producción con el fin de extraer tributo de la mano de obra. Bajo el capitalismo, el acceso al capital está restringido por el monopolio del dinero, a través del cual se le otorga al estado o a la banca un monopolio del medio de cambio, y los medios alternativos de intercambio están prohibidos. El monopolio del dinero también implica barreras de entrada contra los bancos cooperativos y la prohibición de la emisión privada de billetes, con lo que se restringe el acceso a la financiación de capital y los tipos de interés se mantienen artificialmente altos.

De paso, podríamos hablar de la hipocresía monumental de la regulación de las uniones de crédito en los Estados Unidos, que requieren que sus miembros compartan algún vínculo común, como trabajar para el mismo empleador. ¡Imagínese el escándalo si IGA y Safeway abogaran por una ley nacional que prohibiese las cooperativas de alimentos en las que todos los miembros no trabajabasen para la misma empresa! Uno de los más notables partidarios de estas leyes es Phil Gramm, el reconocido defensor del “libre mercado” y profesor de economía; y una de las putas más prominentes de la industria bancaria en el Congreso.

Los anarquistas individualistas y mutualistas como William Greene [Banca recíproca] , Benjamin Tucker [En vez de un libro], y JB Robertson [La Economía de la Libertad] vieron el rol central que juega el monopolio del dinero en el sistema de privilegios del capitalismo. En un mercado bancario genuinamente libre, cualquier grupo de individuos podría formar un banco mutuo y emitir crédito monetizado en forma de billetes de banco contra cualquier tipo de garantía que eligiesen, poniendo como única condición para la membresía la aceptación de estas notas como moneda de cambio. Greene especuló que un banco mutuo podría optar por honrar no sólo bienes comercializables como garantía, sino la “promesa… [de] la producción futura”. [p . 73]. El resultado sería una reducción en las tasas de interés, a través de la competencia, hasta que se igualase al costo de administración: menos de uno por ciento.

El crédito barato y abundante alteraría drásticamente el equilibrio de poder entre el capital y el trabajo, y el rendimiento de la mano de obra reemplazaría la rentabilidad del capital como la forma dominante de actividad económica. Según Robinson,

La totalidad del sistema de intereses sobre el capital que impregna a todo el sistema de empresa moderno descansa sobre la tasa de interés monopólica que nos impone la ley.

Con una banca libre, los intereses sobre bonos de todo tipo y los dividendos sobre las acciones caerían al nivel de la tasa mínima de interés bancario. El llamado alquiler de casas… caería al nivel del costo de mantenimiento y reemplazo.

Toda la parte del producto que ahora se llevan los intereses se quedaría en el bolsillo del productor. El capital, sin embargo… como quiera que se defina, prácticamente dejaría de existir como un fondo generador de ingresos, por la sencilla razón de que si el dinero necesario para comprar el capital pudiese obtenerse por la mitad de uno por ciento, el capital en sí mismo no podría exigir un precio más alto [pp. 80-81].

Y el resultado sería una posición negociadora mucho más fuerte para los inquilinos y los trabajadores versus los propietarios de la tierra y el capital. Según Gary Elkin, el anarquismo de libre mercado de Tucker acarreaba ciertas implicaciones inherentes que llevarían al socialismo libertario:

Es importante tener en cuenta que debido a la propuesta de Tucker para aumentar el poder de negociación de los trabajadores a través del acceso al crédito mutuo, su anarquismo individualista no sólo es compatible con el control de los trabajadores, sino que, de hecho, lo promueve. Porque si el acceso al crédito mutuo aumentara el poder de negociación de los trabajadores en la medida en que Tucker afirmó que lo haría, entonces estos serían capaces de (1) exigir y obtener la democracia en el lugar de trabaoj, y (2) aglutinar su crédito para comprar y adueñarse de las empresas colectivamente.

El monopolio de la banca no sólo era el “eje central del capitalismo”, sino también la semilla de la que germinó el monopolio del terrateniente. Sin el monopolio del dinero, el precio del suelo sería mucho menor, y se desencadenaría “el proceso de reducción de rentas hacia cero”. [Gary Elkin, “Benjamin Tucker — anarquista o capitalista”] .

Dada la mejor posición negociadora de los trabajadores, “la capacidad de los capitalistas para extraer plusvalía del trabajo de los empleados sería eliminada o al menos reducida en gran medida”. [Gary Elkin, Banca Recíproca]. A medida que la compensación de la mano de obra se acercase al valor agregado, la rentabilidad del capital disminuyese ​​como consecuencia de la competencia de mercado, y consecuentemente el valor del capital accionario se desplomase, el trabajador se convertiría en copropietario de facto de su lugar de trabajo, incluso si los accionaistas siguiesen siendo los dueños nominales de la empresa.

Las tasas de interés cercanas a cero aumentarían la independencia de la mano de obra de muchas maneras distintas e interesantes. Por un lado, cualquier persona con una hipoteca de veinte años por la que paga actualmente 8% anual podría, en ausencia de la usura, pagarla en diez años. La mayoría de las personas de entre 30 y 40 años de edad tendrían sus casas pagas. Entre esto y la no existencia de altas tasas de interés para las duedas de tarjeta de crédito –dos de las mayores fuentes de ansiedad que llvevan a la gente a mantener su trabajo a cualquier precio– desaparecerían. Además, muchos trabajadores tendrían ahorros cuantiosos, por lo que no temerían “mandar al diablo” a sus empleadores de no estar satisfechos con las condiciones de su trabajo. Muchos se retirarían a los cuarenta o cincuenta años, trabajarían a tiempo parcial o arrancarían un negocio; el impacto que tendría el que la demanda de trabajo superase a la oferta sobre la capacidad de negociación sería revolucionario.

Nuestro hipotético mundo del crédito libre en muchos aspectos se asemeja a la situación en las sociedades coloniales. EG Wakefield, en Una Mirada al Arte de la Colonización, escribió acerca de la posición inaceptablemente débil de la clase patronal cuando los trabajadores tenían fácil acceso al autoempleo apoyado en la propiedad privada. En las colonias había un mercado laboral rígido y poca disciplina en el trabajo debido a la abundancia de tierras baratas. “No sólo el grado de explotación del obrero asalariado permanece indecentemente bajo. El obrero asalariado pierde en la negociación, además de la relación de dependencia, el sentimiento mismo de dependencia del capitalista abstemio“.

Cuando la tierra es barata y todos los hombres son libres, cuando cada uno que así lo quiera puede obtener un pedazo de tierra para sí mismo, la mano de obra no solo es muy cara en cuanto a lo que representa la cuota del producto apropiada por los trabajadores, sino que es difícil encontrar trabajadores dispuestos a ofrecer su mano de obra a cualquier precio.

Este entorno también impedía la concentración de la riqueza, como Wakefield lo comentó: “Pocos, incluso aquellos cuyas vidas son inusualmente largas, pueden acumular grandes masas de riqueza“. Como resultado, las élites coloniales solicitaron a la madre patria mano de obra importada y restricciones a la tierra disponible para el asentamiento. Según Herman Merivale, discípulo de Wakefield , había un “deseo urgente de trabajadores más baratos y serviles; de una clase a la que el capitalista puediese dictar los términos, en lugar de que los términos les fuesen dictados a ellos”. [Maurice Dobb, Estudios sobre el desarrollo del capitalismo; Marx, capítulo 33: “La nueva teoría del colonialismo“, en El Capital Tomo 1].

Además de todo esto, los sistemas de banca central otorgan aun más beneficios a la clase capitalista. En primer lugar, el principal objetivo de los capitalistas financieros es evitar la inflación, con el fin de poder obtener rendimientos previsibles en sus inversiones. Esto es aparentemente el propósito principal de la Reserva Federal y otros bancos centrales. Pero al menos tan importante es el papel de los bancos centrales en la promoción de lo que consideran un nivel “natural” de desempleo, que hasta la década de 1990 era de alrededor de seis por ciento. La razón es que cuando el desempleo va muy por debajo de esta cifra, el trabajo se vuelve cada vez más arrogante y presiona por mejores salarios y condiciones de trabajo y mayor autonomía. Los trabajadores están dispuestos a aguantar mucho menos maltrato de los jefes cuando saben que al día siguiente pueden encontrar un puesto de trabajo al menos tan bueno como el que tienen. Por otro lado, nada es tan eficaz para hacerlo a uno “conservar el sano juicio” como el saber que hay personas haciendo fila para tomar nuestro puesto de trabajo.

Aparentemente, la “prosperidad” de Clinton fue una excepción a este principio. A medida que el desempleo amenazaba con caer por debajo del límite del cuatro por ciento, algunos miembros de la Reserva Federal hicieron presión para elevar las tasas de interés y elimiar la presión “inflacionista” lanzando unos cuantos millones de trabajadores a la calle. Pero cuando Greenspan [Testimonio del Presidente Alan Greenspan] testificó ante el Comité de Banca del Senado, la situación era única. Dado el grado de inseguridad laboral que caracteriza a la economía de alta tecnología, existía una atípica “restricción a los aumentos de remuneración”. En 1996, incluso con un mercado laboral rígido, el 46% de los trabajadores en las grandes empresas temían ser despedidos, en comparación con sólo 25% en 1991, cuando el desempleo fue mucho mayor.

La reticencia de los trabajadores a abandonar sus puestos de trabajo para buscar otro empleo a medida que se calentaba el mercado laboral ha proporcionado una prueba más de la preocupación por la seguridad laboral, al igual que la tendencia hacia contratos sindicales más largos. Durante muchas décadas, los contratos rara vez excedieron los tres años. Hoy en día existen contratos de cinco y seis años que comúnmente se caracterizan por hacer énfasis en la seguridad laboral y que estipulan aumentos salariales modestos. Los pocos paros que se han llevado a cabo en los últimos años también dan fe de la preocupación por la seguridad laboral.

Así, la voluntad de los trabajadores en los últimos años de aceptar menores incrementos salariales a cambio de mayor seguridad en el empleo parece estar razonablemente bien documentada. Para los empresarios, la economía de alta tecnología es el arma más eficaz más allá de los altos niveles de desempleo para hacernos mantener el sano juicio. “La lucha contra la inflación” se traduce en la práctica en el aumento de la inseguridad en el trabajo, lo que hace a los trabajadores menos propensos a la huelga o a buscar nuevos empleos.

Patentes

El privilegio de la patente ha sido utilizado sistemáticamente para promover la concentración de capital, erigir barreras a la entrada y mantener el monopolio de la tecnología avanzada en manos de las corporaciones occidentales. Es difícil siquiera imaginar cuánto más descentralizada la economía sería sin ella. El libertario de derecha Murray Rothbard considera que las patentes son una violación fundamental de los principios de libre mercado.

El hombre que no ha comprado una máquina que llega a la misma invención independientemente, será, en el mercado libre, perfectamente capaz de utilizar y vender su invento. Las patentes impiden que un hombre haga uso de su invención a pesar de que toda la propiedad es suya y de que él no haya robado la invención, ya sea explícita o implícitamente, al primer inventor. Por lo tanto, las patentes son concesiones de privilegio monopólico exclusivo por parte del Estado y son invasiones de los derechos de propiedad en el mercado. [Hombre, Economía y Estado tomo 2 p.655]

Las patentes ocasionan una astronómica diferencia de precios. Por ejemplo, hasta principios de los años 70, Italia no reconocía las patentes sobre medicamentos. Como consecuencia, Roche le cobraba al sistema nacional de salud británico un precio más de 40 veces superior por los componentes patentados de Librium y Valium que el que cobraba la competencia en Italia [Raghavan, Recolonización p. 124].

Las patentes suprimen la innovación tanto como la incentivan. Chakravarthi Raghavan señaló que los científicos que hacen el trabajo real del proceso de invención están obligados a ceder los derechos de patente como condición de empleo, mientras que las patentes y programas de seguridad industrial impiden el intercambio de información y la competencia basada en la mejora de las invenciones patentadas [op. cit. p. 118]. Rothbard argumentó que las patentes eliminan “el estímulo para competir en base a más investigación” porque la innovación incremental basada en las patentes ajenas está prohibido, y porque el titular puede “dormirse en los laureles durante todo el período de la patente,” sin preocuparse por que un competidor pueda mejorar su invento. Y que obstaculizan el progreso técnico porque las “invenciones mecánicas son descubrimientos de ley natural en lugar de creaciones individuales, y por lo tanto las invenciones independientes similares ocurren todo el tiempo. La simultaneidad de las invenciones es un hecho histórico conocido“. [op. cit. pp 655, 658-659].

El régimen de propiedad intelectual de la Ronda de Uruguay del GATT va mucho más allá del derecho tradicional de patentes en cuanto a la supresión de la innovación. Uno de los beneficios de la ley tradicional de patentes era que por lo menos se requería la publicación de las invenciones patentadas. Bajo la presión de EE.UU., sin embargo, los “secretos comerciales” fueron incluidos en el GATT. Como resultado, se requerirá a los gobiernos suprimir información que no está formalmente protegida por las patentes [Raghavan, op. cit. p. 122].

Y las patentes no son necesarias como incentivo para innovar. Según Rothbard, la recompensa a la invención proviene de la ventaja competitiva de la que goza el primer desarrollador de una idea. Esto se ve confirmado por el testimonio de FM Scherer ante la Comisión Federal de Comercio en 1995 [“Audiencias sobre la competencia global y basada en la innovación”]. Scherer habló de una encuesta realizada a 91 empresas en la que solo siete “concedían gran importancia a la protección de las patentes como factor en sus inversiones en I + D”. La mayoría de ellas expresó que las patentes eran “la menos importante de las consideraciones”. La mayoría de las empresas dijo que su motivación principal para las decisiones de I + D provenía de “la necesidad de mantener la competitividad, la búsqueda de un proceso de producción eficiente, y el deseo de ampliar y diversificar sus ventas“. En otro estudio, Scherer encontró que la concesión obligatoria de licencias no tenía ningún efecto negativo en el gasto en I + D. Una encuesta realizada a empresas de EE.UU. encontró que el 86% de las invenciones se habría desarrollado sin patentes. En el caso de los automóviles, equipo de oficina, productos de caucho y textiles, la cifra fue de 100%.

La única excepción fueron las medicinas, para las que supuestamente el 60% no se habría inventado. Sin embargo, sospecho que esto es un argumento engañoso de las empresas encuestadas. Por un lado, las compañías farmacéuticas obtienen una proporción inusualmente alta de la financiación de I + D por parte del gobierno, y muchos de sus productos más lucrativos se han desarrollado completamente con fondos del gobierno. Y el propio Scherer citó evidencia de lo contrario. La ventaja reputacional de ser el primero en un mercado es considerable. Por ejemplo, en la década de 1970, la estructura y el comportamiento de precios de la industria resultó ser muy similar entre los fármacos con y sin patentes. Ser la primera empresa en lanzar un medicamento no patentado permite mantener una cuota de mercado del 30% y cobrar precios más elevados .

La injusticia de los monopolios de patentes se ve agravada por la financiación pública de la investigación y la innovación, con el resultado de que la industria privada cosecha beneficios monopólicos de una tecnología que no gastó un centavo en desarrollar. En 1999, la extensión del crédito tributario a la investigación y la experimentación fue –junto con extensiones de otras concesiones en cuanto al impuesto de sociedades– considerada como el tema más urgente de los líderes del Congreso. Cuando a Hastert le preguntaron si alguno de los elementos del proyecto de ley de impuestos era esencial, dijo: “Creo que las extensiones [a las conesiones tributarias] son algo que vamos a tener que trabajar“. Bill Archer, Presidente de Medios y Arbitrios, agregó, “antes de que termine el año… pondremos las extensiones en una ley muy simplificada que no incluya ninguna otra cosa“. Se esperaba que una extensión del crédito fiscal de investigación y experimentación (retroactivo al 1 de julio de 1999) iba a costar US$13.1 mil millones. (Ese crédito hace que la tasa efectiva de impuestos en I + D sea menor que cero). [Ciudadanos por la Justicia Impositiva, Los líderes del Partido Republicano destilan la esencia del plan de impuestos].

La Ley de Política de Patentes del Gobierno de 1980, con enmiendas en 1.984 y 1.986, permitió que la industria privada obtuviese patentes sobre productos desarrollados con dinero del gobieno y luego cobrase diez, veinte o cuarenta veces el costo de producción. Por ejemplo, el AZT fue desarrollado con dinero del gobierno y en el dominio público desde 1964. Después la patente fue regalada a Burroughs Wellcome Corp. [Chris Lewis, “Activos públicos, beneficios privados“].

Como si las reglas del juego no estuviesen suficientemente sesgadas, las compañías farmacéuticas en 1999 de hecho presionaron al Congreso para extender ciertas patentes por dos años a través de una ley especial de derecho privado [Benjamin Grove, “Gibbons respalda proyecto monopólico de ley de drogas“].

Las patentes han sido utilizadas a lo largo del siglo XX “para eludir las leyes antimonopolio“, según David Noble. Éstas se “compraban en grandes cantidades para reprimir la competencia”, lo que también dio lugar a “la supresión de la invención en sí misma“. [America by Design, pp 84-109]. Edwin Prindle, un abogado de patentes corporativas, escribió en 1906:

Las patentes son los mejores y más eficaces medios de control de la competencia. A veces permiten un dominio absoluto del mercado, lo que permite a su dueño fijar el precio sin tener en cuenta el costo de producción…. Las patentes son la única forma legal de monopolio absoluto [America by Design p. 90].

Las patentes jugaron un papel clave en la formación de las industrias de los artículos eléctricos, las comunicaciones y las industrias químicas. GE y Westinghouse se expandieron al punto que llegaron a dominar el mercado de fabricación de productos eléctricos a la vuelta del siglo en gran parte a través del control de las patentes. En 1906 redujeron los litigios entre ellas agrupando sus patentes. AT&T también se expandió “principalmente a través de estrategias de monopolio de patentes“. La industria química estadounidense fue marginal hasta 1917, cuando el Fiscal General Mitchell Palmer capturó patentes alemanas y las distribuyó entre las principales empresas químicas estadounidenses. DuPont obtuvo licencias para 300 de las 735 patentes [America by Design pp. 10, 16].

Las patentes también están siendo utilizadas en una escala global para blindar un monopolio permanente de la tecnología productiva por parte de las corporaciones transnacionales. La disposición más totalitaria de la Ronda de Uruguay es probablemente la constituida por sus disposiciones sobre “propiedad intelectual”. GATT ha ampliado el alcance y la duración de las patentes más allá de cualquier cosa jamás prevista en la ley de patente original. En Inglaterra las patentes duraban originalmente catorce años, el tiempo necesario para entrenar a dos jornaleros en serie (y por analogía, el tiempo necesario para entrar en producción y obtener el beneficio inicial de la originalidad). Por esa norma, teniendo en cuenta los tiempos de formación más cortos requeridos hoy en día, y la vida útil más corta de la tecnología, el período de monopolio debería ser más corto. En cambio, EE.UU. busca extenderlos por cincuenta años [Raghavan, Recolonización pp 119-120 ]. Según Martin Khor Kok Peng, EE.UU. es de lejos el más absolutista de los participantes en la Ronda de Uruguay, a diferencia de la Comunidad Europea y para los procesos biológicos para la protección de los animales y las plantas [La Ronda Uruguay y la Soberanía el Tercer Mundo p. 28].

Las disposiciones relativas a la biotecnología son en realidad una forma de aumentar las barreras comerciales, y obligar a los consumidores a subsidiar a las empresas transnacionales dedicadas a los agronegocios. Los EE.UU. busca aplicar las patentes a los organismos genéticamente modificados, pirateando efectivamente el trabajo de generaciones de criadores del Tercer Mundo mediante el aislamiento de genes beneficiosos en variedades tradicionales y su incorporación en nuevos OMG, y tal vez incluso aplicando los derechos de patente contra la variedad tradicional que es la fuente del material genético. Por ejemplo, Monsanto ha intentado utilizar la presencia de su ADN en un cultivo como prueba prima facie de la piratería, cuando es mucho más probable que su variedad haya crospolinizado y contaminado los cultivos de los agricultores en contra de su voluntad. Por cierto, la agencia Pinkerton juega un papel de liderazgo en la investigación de los cargos; así es, los mismos tipos que han estado rompiendo huelgas y lanzando a organizadores por las escaleras durante el siglo pasado. Incluso los matones tienen que diversificarse para triunfar en la economía global.

El mundo desarrollado ha intentado proteger con especial ahínco las industrias que dependen de o que producen “tecnologías genéricas”, y restringir la difusión de las tecnologías de “uso dual”. El acuerdo comercial entre EE.UU. y Japón sobre los semiconductores, por ejemplo, es un “acuerdo inspirado en el cartel, de ‘comercio administrado’“. Tanto peor para el “libre comercio”. [Dieter Ernst, “Tecnología, Seguridad Económica e Idustrialización Tardía“, en Raghavan pp. 39-40].

La ley de patentes tradicionalmente requería que el titular explotase la invención en un país con el fin de recibir la protección de la patente. La legislación del Reino Unido permitía la imposición de licencias obligatorias después de tres años si la invención no se estaba trabajando, o no se estaba trabajando completamente, y la demanda se estaba satisfaciendo “de forma sustancial” a través de la importación; o cuando el mercado de exportación no se estaba supliendo a causa de la negativa del titular para conceder licencias en condiciones razonables [Raghavan pp. 120, 138].

La motivación central en el régimen de propiedad intelectual del GATT, sin embargo, es asegurar definitivamente el monopolio colectivo de la tecnología avanzada por parte de las empresas transnacionales, y evitar el surgimiento de competencia independiente en el Tercer Mundo. Así, tal como lo escribe Martin Khor Kok Peng, “se impediría efectivamente la difusión de la tecnología hacia el Tercer Mundo, y aumentarían tremendamente las regalías monopolistas de las empresas transnacionales, al tiempo que frenaría el desarrollo de la tecnología en el Tercer Mundo”. Sólo el uno por ciento de las patentes en todo el mundo son propiedad del Tercer Mundo. De las patentes otorgadas en los años 70 a los países del Tercer Mundo, el 84% eran de propiedad extranjera. Pero menos del 5% de las patentes de propiedad extranjera se utiliza realmente en la producción. Como vimos antes, el propósito de ser propietario de una patente no es necesariamente usarla, sino evitar que otros la usen [op. cit. pp 29-30].

Raghavan resumió muy bien el efecto en el Tercer Mundo:

Dados los enormes desembolsos en I + D e inversiones, así como el corto ciclo de vida de algunos de estos productos, las principales naciones industriales están tratando de prevenir la aparición de la competencia controlando… el flujo de la tecnología hacia los demás. La Ronda Uruguay se quiere usar para crear monopolios de exportación para los productos de los países industrializados, y bloquear o retrasar la aparición de rivales competitivos, sobre todo en los países del Tercer Mundo de industrialización reciente. Al mismo tiempo, se busca exportar las tecnologías de industrias senescentes del Norte al Sur, bajo condiciones de ingreso rentista asegurado [op. cit. p. 96].

los propagandistas corporativos denuncian piadosamente a los anti-globalistas como enemigos del Tercer Mundo que buscan utilizar las barreras comerciales para mantener un estilo de vida occidental afluente a costa de los países pobres. Las medidas mencionadas anteriormente –barreras comerciales– que suprimen permanentemente la tecnología del Tercer Mundo y mantienen al Sur en la condición de gran fábrica de explotación, desmienten esta preocupación “humanitaria”. Y no se trata de un caso de diferencia de opiniones o de un entendimiento sinceramente equivocado de los hechos. Dejando a un lado las falsas sutilezas, lo que vemos aquí es pura maldad haciendo su trabajo — la bota de Orwell “aplastando un rostro humano para siempre”. Si alguno de los arquitectos de esta política cree que es para el bienestar humano en general, eso sólo demuestra la capacidad de la ideología para justificar las acciones del opresor ante sí mismo para que pueda dormir por la noche.

Infraestructura

Gastar en redes de transporte y comunicaciones a partir de los ingresos fiscales generales en lugar de los impuestos específicos y tarifas cobradas a los usuarios, permite a las grandes empresas “externalizar sus costos” hacia el público y ocultar sus verdaderos gastos de operación. Chomsky describió este apoyo del capitalismo de Estado a los gastos de envío con bastante precisión:

Un hecho bien conocido del comercio es que está muy subvencionado de maneras que distorsionan enormemente el mercado…. La más obvia es el subsidio otorgado a toda forma de transporte…. Dado que el comercio requiere, naturalmente, del transporte, los costes de transporte entran en el cálculo de la eficiencia del comercio. Pero hay enormes subvenciones que intentan reducir los costos de transporte a través de la manipulación de los costos de energía y todo tipo de medidas que distorsionan el mercado [“¿Qué tan libre es el libre mercado?“].

Cada ola de concentración de capital ha sido precedida por algún tipo de sistema de infraestructura públicamente subsidiada. El sistema ferroviario nacional, construido en gran parte en tierras gratuitas u otorgadas por debajo del costo por el gobierno, fue seguido de la concentración de la industria pesada, la petroquímica y las finanzas. Los próximos grandes proyectos de infraestructura fueron el sistema nacional de autopistas, empezando con el sistema de carreteras nacionales designadas en la década de 1920 y que culminó con el sistema interestatal de Eisenhower; y el sistema de aviación civil, construido casi en su totalidad con dinero federal. El resultado fue la concentración masiva del comercio minorista, la agricultura y el procesamiento de alimentos.

El tercero de estos proyectos fue la infraestructura de la web en todo el mundo, construida originalmente por el Pentágono. Permite, por primera vez, la dirección de las operaciones globales en tiempo real desde una sola sede corporativa, y está acelerando la concentración del capital a una escala global. Para citar a Chomsky de nuevo, “La revolución de las telecomunicaciones… es… otro componente estatista de la economía internacional que no se desarrolló a través del capital privado, sino a través del público que paga para destruirse a sí mismo….” [Guerra de clases p. 40].

La economía corporativa centralizada depende para su existencia de un sistema de precios de transporte distorsionado artificialmente por la intervención del gobierno. Para comprender plenamente el grado en que la economía corporativa depende de la socialización de los costos de transporte y comunicaciones, imagínese lo que sucedería si el combustible usado por camiones y aeronaves se gravase lo suficiente para pagar el costo total de mantenimiento y renovación de carreteras y aeropuertos; y si se tomasen en cuenta los costes de agotamiento de los combustibles fósiles. El resultado sería un aumento masivo de los costos de transporte. ¿Alguien cree en serio que Wal-Mart podría seguir venidiendo más barato que los minoristas locales, o que la agroindustria corporativa podría destruir la granja familiar?

Los libertarios de derecha intelectualmente honestos reconocen esto abiertamente. Por ejemplo, Tiber Machan escribió en The Freeman que

Algunas personas dirán que la protección estricta de los derechos [contra el dominio eminente] daría lugar a pequeños aeropuertos, en el mejor de los casos, y a muchas limitaciones en la construcción. Por supuesto, pero, ¿qué tiene eso de malo?

Quizás lo peor de la vida industrial moderna ha sido el poder de las autoridades políticas para otorgar privilegios especiales a algunas empresas para violar los derechos de terceros cuyo consentimiento sería demasiado costoso obtener. La necesidad de obtener ese consentimiento de hecho impediría tajantamente lo que la mayoría de los ambientalistas ven como una industrialización desenfrenada e imprudente.

El sistema de derechos de propiedad privada –en el que… todo… tipo de… actividad humana debe llevarse a cabo dentro de su propio ámbito excepto cuando la cooperación de los demás se ha adquirido voluntariamente– es el mayor moderador de las aspiraciones humanas. …En definitiva, las personas pueden llegar a metas que no son capaces de alcanzar con sus propios recursos sólo convenciendo a otros, con argumentos e intercambios justos, a cooperar [“Sobre los aeropuertos y los Derechos Individuales“].

Los atascos y cuellos de botella en el sistema de transporte son un resultado inevitable de las subvenciones. Los que se quejan sobre el hecho de que los aviones se apilen en el aeropuerto de O’Hare, o que condenan el hecho de que las carreteras y los puentes se están deteriorando a un ritmo mucho más rápido del que crece el presupuesto de reparaciones, solo tienen que leer un libro de texto de introducción a la economía. Los precios de mercado son señales que relacionan la oferta a la demanda. Cuando los subsidios distorsionan estas señales, el consumidor no percibe el costo real de la producción de los bienes que consume. El “circuito de retroalimentación” se rompe, y las demandas sobre el sistema lo abruman más allá de su capacidad de respuesta. Cuando la gente no tiene que pagar el coste real de algo que consume, no se preocupan demasiado por usar solo lo que necesitan.

Es interesante que todas las acciones antimonopolio importantes en este siglo hayan involucrado o bien algún recurso energético básico, o alguna forma de infraestructura de la que la economía global depende. Standard Oil, AT&T y Microsoft fueron todos casos en los que la fijación de precios de monopolio era un peligro para la economía en su conjunto. Esto trae a la mente la observación de Engels de que el capitalismo avanzado llegaría a una etapa donde el Estado –“el representante oficial de la sociedad capitalista“– tendría que convertir “a las grandes instituciones para la interacción y la comunicación“, en propiedad del Estado. Engels no previó la utilización de medidas antimonopolio para lograr el mismo fin [Anti- Dühring].

Keynesianismo militarista

Los principales sectores de la economía, incluyendo la cibernética, las comunicaciones y la industria militar, tienen sus ventas y beneficios prácticamente garantizados por el Estado. La totalidad del sector manufacturero se expandió enormemente gracias a la infusión de fondos federales durante la Segunda Guerra Mundial. En 1939, toda la planta de fabricación de EE.UU. fue valorada en $40 mil millones. Para 1945, se habían construido otros $26 mil millones en planta y equipos, “dos tercios de los cuales se pagaron directamente con fondos del gobierno”. Las 250 principales corporaciones en 1939 poseían el 65% de la planta y el equipo, pero durante la guerra operaron el 79% de todas las nuevas instalaciones construidas con fondos del gobierno [Mills, La élite de poder p. 101].

Las máquinas-herramienta se multiplicaron con la guerra. En 1940, el 23% de las máquinas-herramienta en uso tenían menos de 10 años de edad. Para 1945, la cifra había aumentado a 62%. La industria se contrajo rápidamente después de 1945, y probablemente habría entrado en una depresión si no hubiese vuelto a los niveles de producción de los tiempos de guerra durante Corea, los cuales se mantuvieron durante toda la Guerra Fría. Así mismo, el complejo de I + D fue una creación de la guerra. Entre 1939 y 1945, la proporción de los gastos de investigación de AT&T compuestos de contratos con el gobierno aumentó del 1% al 83%. Más del 90% de las patentes resultantes de la investigación financiada por el gobierno durante la guerra fueron regaladas a la industria. La industria de la electrónica moderna fue en gran medida un producto del gasto público de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría (por ejemplo, la miniaturization de circuitos para los fusibles de proximidad de las bombas, ordenadores de alta capacidad para el mando y control, etc.) [Noble, Fuerzas de producción pp 8-16].

La industria de los aviones Jumbo nunca se habría materializado sin los altos niveles de gasto militar continuo que caracterizaron a la Guerra Fría. Las máquinas-herramienta necesarias para la producción de grandes aviones eran tan complejas y costosas que los “pequeños pedidos de tiempos de paz” no podrían haber asegurado una serie de producción suficientemente grande para pagar por ellas. Sin grandes pedidos militares, simplemente no hubiesen existido. La industria aeronáutica rápidamente se hundió en la tinta roja después de 1945, y estaba cerca de la bancarrota a principios del susto de la guerra de 1948, después de lo cual Truman le devolvió la vida con gastos enormes. Para 1964, el 90% de la I + D aeroespacial era financiada por el gobierno, lo cual también incidió fuertemente en la electrónica, las máquinas-herramienta y otras industrias [Noble, Fuerzas de producción pp 6-7; Kofsky, Harry S. Truman y el susto de la guerra de 1948].

Otras subvenciones

La infraestructura y los gastos militares no son los únicos ejemplos del proceso por el cual los costos y riesgos se socializan y las ganancias se privatizan; o como los expresó Rothbard, por el cual “nuestro estado corporatista utiliza el poder coercitivo para cobrar impuestos ya sea para acumular capital corporativo o para reducir los costes operativos de las corporaciones“. [“Confesiones de un liberal de derecha“]. Algunas de estas subvenciones gubernamentales de riesgo y costo son ad hoc y dirigidas hacia industrias específicas.

Uno de los mayores beneficiarios de estas subvenciones son las compañías eléctricas. Cerca del 100% de toda la investigación y el desarrollo de la energía nuclear es realizado por el propio gobierno en su programa de reactores militares, o con subvenciones de suma global a la I + D; el gobierno no exige los cargos por uso de combustibles nucleares, subsidia la producción de uranio, permite el acceso a la tierra del gobierno por debajo del precio de mercado (y construye cientos de kilómetros de caminos de acceso a costa de los contribuyentes), enriquece uranio, y dispone de los residuos a precios de ganga. La Ley Price-Anderson de 1957 limita la responsabilidad de la industria de la energía nuclear, y asumió la responsabilidad del gobierno por encima del nivel máximo [Adams y Brock pp 279-281]. Un funcionario de la Westinghouse admitió en 1953 que,

Si se quisiera averiguar si Westinghouse podría considerar la posibilidad de poner su propio dinero…, tendríamos que decir “No”. El costo de la planta sería un signo de interrogación hasta después de que la construyésemos, lo cual en sí mismo justifica la respuesta negativa. No podríamos estar seguros de la operación exitosa de la planta hasta después de haber hecho todo el trabajo y haberla operado exitosamente…. Esto sigue siendo una situación de incertidumbre acumulativa…. Hay que diferenciar entre la toma de riesgos y la imprudencia [Ibid. pp 278-279].

Tanto peor para la ganancia como recompensa por el riesgo del empresario. Estos “empresarios” hacen sus ganancias de la misma forma que los cortesanos del siglo XVII, obteniendo el favor del rey. Para citar a Chomsky,

Los sectores de la economía que se mantienen competitivos son aquellos que se alimentan de las arcas públicas…. Las glorias de la Libre Empresa proporcionan un arma útil contra las políticas gubernamentales que podrían beneficiar a la población en general…. Pero los ricos y poderosos… siempre han apreciado la necesidad de protegerse de las fuerzas destructivas del capitalismo de libre mercado, lo cual puede que proporcione temas adecuados para la oratoria conmovedora, pero sólo mientras la dádiva pública y el aparato regulatorio y proteccionista estén asegurados y el poder del Estado esté dispuesto a salir al rescate cuando sea necesario (Chomsky, Disuadiendo la Democracia p. 144].

Dwayne Andreas, el CEO de Archer Daniels Midland, admitió que “no existe una pizca de nada en el mundo que se venda en el libre mercado. Nada. El único lugar en el que se ve un libre mercado es en los discursos de políticos“. [Don Carney, “El mundo de Dwayne“].

Las grandes empresas también gozan del apoyo financiero brindado por las leyes de impuestos. Es probable que la mayoría de las empresas Fortune 500 cayesen en la bancarrota si no gozasen del bienestar corporativo. Las exenciones directas de impuestos federales para las empresas en 1996 llegaron a cerca de $350 mil millones [Basado en cuentas que saqué de Quitarle las subvenciones a los ricos de Zepezauer y Naiman]. Esta cifra, que mide solo el bienestar corporativo que provee el gobierno federal, es más de dos tercios de las ganancias corporativas anuales para 1996 ($460 mil millones) [Resumen Estadístico de los Estados Unidos de 1996].

Las estimaciones de los recortes de impuestos estatales y locales es bastante impresionista, ya que varían no solo con la definición subjetiva de cada crítico del “bienestar corporativo”, sino que implican los códigos fiscales de los cincuenta estados y los registros públicos de miles de municipios. Además, los proxenetas del dinero en los gobiernos estatales y locales se avergüenzan de las gangas que ofrecen a las corporaciones que frecuentan sus burdeles. En mi propio estado de Arkansas, el predicador bautista incorruptible que se desempeña como gobernador se opuso a un proyecto de ley para requerir informes públicos trimestrales del Departamento de Desarrollo Económico sobre las exenciones fiscales especiales a empresas. “Mantener los registros de incentivos fuera del escrutinio público es importante para atraer a los negocios“, y la publicación de “información propietaria” podría tener un “efecto contraproducente“. [Arkansas Democrat-Gazette 3 de febrero 2001]. Pero el bienestar corporativo a nivel estatal y local podría ascender fácilmente a una cifra comparable a la federal.

Tomadas en su conjunto, las exenciones de impuestos directos a los negocios en todos los niveles de gobierno están, probablemente, en el mismo orden de magnitud que las ganancias corporativas. Y esto subestima el efecto del bienestar corporativo, ya que se dirige de manera desproporcionada a un puñado de empresas gigantes en cada industria. Por ejemplo, la depreciación acelerada favorece la expansión de las empresas existentes. A las nuevas empresas les resulta de poca utilidad, ya que por lo general pierden dinero durante sus primeros años de operación. Una empresa establecida, sin embargo, puede incurrir en pérdidas en un nuevo proyecto y cargar la depreciación acelerada contra las ganancias generadas por las antiguas instalaciones [Baratz, “Los gigantes corporativos y la estructura de poder“].

El más escandaloso de estos gastos fiscales es el subsidio a las transacciones financieras por las que se concentra el capital. La deducción de intereses sobre la deuda corporativa, la mayor parte de la cual se adquiere en compras y adquisiciones apalancadas, le cuesta al erario más de $200 mil millones al año [Zepezauer p. 122-123]. Sin esta deducción, la ola de fusiones de la década de los 80 o las megafusiones de la década de los 90 nunca habrían tenido lugar. Además, esto actúa como un subsidio masivo directo a la banca, aumentando el poder del capital financiero en la economía corporativa a un nivel mayor de lo que ha sido desde la Edad de Morgan.

Un subsidio estrechamente relacionado es la exención de las ganancias de capital en las transacciones de valores involucrados en las fusiones de empresas (por ejemplo, los “swaps de acciones”), a pesar de que usualmente se pagan primas muy por encima del valor de mercado de la acción [Green p. 11]. La reforma fiscal de 1986 incluyó una disposición que impedía que las empresas dedujesen los honorarios de los bancos y asesores involucrados en compras apalancadas. El aumento del salario mínimo de 1996 derogó esta disposición, con una excepción: la deducción de intereses fue retirada de las adquisiciones hechas por los empleados [Judis, “Bare Minimum“].

Libertarios de derecha como Rothbard se oponen a la clasificación de los gastos fiscales como subvenciones, ya que dicen que se presume que el dinero de impuestos le pertenece al gobierno, cuando en realidad el gobierno sólo está dejando que las corporaciones se queden con el dinero que justamente les pertenece. El código de impuestos es de hecho injusto, pero la solución es eliminar los impuestos para todos, no aplicar los mismos impuestos a todo el mundo [Rothbard, Poder y Mercado p. 104]. Este es un argumento muy débil. Los partidarios de la reforma del código de impuestos en la década de los 80 insistieron en que el único objetivo legítimo de los impuestos era aumentar los ingresos, no proporcionar incentivos y amenazas para fines de ingeniería social. Y dejando las sutilezas semánticas a un lado, el sistema tributario actual sería exactamente el mismo si empezáramos con las tasas de impuestos en cero y luego impusiésemos un impuesto punitivo sólo a quienes no participan en las actividades favorecidas. De cualquier manera, la política tributaria desigual da una ventaja competitiva a las industrias privilegiadas.

La represión política

En tiempos en los que la conciencia y movilización popular alcanzan niveles inusualmente altos, cuando el sistema capitalista se enfrenta a graves riesgos políticos, el estado recurre a la represión hasta que el peligro haya pasado. Las principales olas de represión en este país –la reacción de Haymarket y los terrores rojos después de las guerras mundiales– son documentados por Goldstein [La represión política en la América moderna]. Pero la ola de represión que se inició en la década de los 70, aunque menos intensa, se ha institucionalizado permanentemente como ninguna otra.

Hasta finales de la década de 1960, la perspectiva de la élite se rige por el contrato social del New Deal. El Estado corporativo compraría la estabilidad y la aquiescencia popular en la explotación imperialista en el extranjero garantizando un nivel de prosperidad y seguridad a la clase media. A cambio de salarios más altos, los sindicatos harían cumplir el control gerencial en el lugar de trabajo. Pero a partir de la era de Vietnam, el pensamiento de la élite sufrió un cambio profundo.

A partir de la experiencia de 1960, llegaron a la conclusión de que el contrato social había fallado. En respuesta a las protestas contra la guerra y los disturbios raciales, LBJ y Nixon comenzaron a crear un marco institucional para la ley marcial, para asegurarse de que cualquier desorden de ese tipo pudiese ser tratado de manera diferente en el futuro. La operación PARCELA DE JARDÍN de Johnson implicó la implementación de vigilancia militar doméstica, planes de contingencia para la cooperación militar con la policía local en la represión del desorden en los cincuenta estados, planes para la detención preventiva en masa, y ejercicios conjuntos de la policía y el ejército regular [Morales, Military Civil Disturbance Planning]. El gobernador Reagan y su jefe de la Guardia Nacional Louis Giuffrida eran entusiastas partidarios de los ejercicios de PARCELA DE JARDÍN en California. Reagan fue también pionero en la creación de los equipos SWAT cuasimilitares que ahora existen en todas las ciudades importantes.

La ola de huelgas salvajes en la década de los 70 mostró que el trabajo organizado ya no podía mantener su parte del trato, y que el contrato social debía ser revisado. Al mismo tiempo, la prensa económica se inunda de artículos sobre la inminente “escasez de capital” y llama a la transferencia de recursos del consumo a la acumulación de capital. Predijeron francamente que sería difícil imponerle al público un tope a los salarios reales en el entorno político existente [Boyte, Revolución en el patio trasero pp. 13-16]. Este sentimiento fue expresado por Huntington et al. en La crisis de la democracia (un trabajo para la Institución Trilateral que refleja bastante bien el pensamiento de la élite); argumentaron que el sistema estaba colapsado por un exceso de demanda, que a su vez era la consecuencia de un exceso de democracia.

Las corporaciones abrazaron toda la gama de posibilidades antisindicales en Taft-Hartley, arriesgándose solo a recibir multas simbólicas a partir de la NLRB. Aumentaron drásticamente los recursos de gestión dedicados a la vigilancia y control del lugar de trabajo, una necesidad debido al descontento ocasionado por el estancamiento de los salarios y las crecientes cargas de trabajo [Fat y Mean]. Los salarios como porcentaje del valor añadido han declinado drásticamente desde la década de los 70; todos los aumentos en la productividad del trabajo se han canalizado a beneficios e inversión en lugar de a salarios. Una nueva escalada militar de la Guerra Fría transfirió aun más recursos públicos a la industria.

Una serie de acontecimientos como la caída de Saigón, el movimiento de los no alineados y el Nuevo Orden Económico Internacional, se tomaron como señales de que el imperio corporativo transnacional estaba perdiendo el control. La escalada de la intervención de Reagan en América Central fue una respuesta parcial a esta percepción. Pero aun más importante, la Ronda de Uruguay del GATT arrebató la victoria total de las fauces de la derrota; terminó con todas las barreras a la compra de economías enteras por parte de las empresas transnacionales, aseguró para occidente el control monopólico de la tecnología moderna, y creó un gobierno mundial en nombre de las corporaciones globales.

Mientras tanto, los EE.UU., en palabras de Richard K. Moore, importaba las técnicas de control social de la periferia imperial para aplicarlas al área central. Con la ayuda de la Guerra contra las Drogas y el Estado de Seguridad Nacional, el aparato de represión continuó creciendo. La Guerra contra las Drogas convirtió a la cuarta enmienda en papel higiénico; la confiscación civil, con la ayuda de soplones carcelarios, le da a la policía el poder de robar la propiedad sin ningún tipo de apoyo judicial: una lucrativa fuente de fondos para helicópteros y chalecos de kevlar. Los equipos SWAT han llevado a la militarización de las policías locales, y el entrenamiento cruzado con los militares ha llevado a muchos departamentos de policía urbana a ver a la población local como un enemigo ocupado [Weber, Policías Guerreros].

Giuffrida, el compinche de Reagan, reapareció como jefe de la FEMA, donde trabajó con Oliver North para afinar el proyecto PARCELA DE JARDÍN. North, en su función de enlace entre la NSC y FEMA en el período 1982-84, desarrolló un plan “para suspender la Constitución en caso de una crisis nacional como la guerra nuclear, disidencia interna generalizada y violenta, o la oposición nacional a una invasión militar de EE.UU. en el extranjero“. [Chardy, “Los ayudantes de Reagan y el Gobierno ‘secreto’“]. PARCELA DE JARDÍN, curiosamente, se llevó a cabo durante los disturbios que sucedieron a la paliza de Rodney King y en las recientes protestas contra la globalización. La Fuerza Delta proporcionó inteligencia y asesoramiento en esos casos y en Waco [Rosenberg, El Imperio Contraataca; Cockburn, El Estado Bota].

Otra innnovaciónn es convertir a todos con los que tratamos en un agente de policía. Los bancos reportan rutinariamente movimientos “sospechosos” de dinero en efectivo; bajo los programas “conozca a su cliente”, los minoristas reportan compras de artículos que posiblemente puedan ser usados ​​para la fabricación de drogas; las bibliotecas están bajo presión para informar sobre los lectores de material “subversivo”; los programas DARE convierten a los niños en informantes de la policía.

La tecnología informática ha incrementado el potencial para la vigilancia a niveles orwellianos. Se sabe que los procesadores Pentium III contienen códigos de identidad para cada documento escrito en ellos. Las fuerzas policiales están experimentando con combinaciones de cámaras públicas, tecnología digital de reconocimiento de rostros y bases de datos de fotos digitales. Image Data LLC, una empresa dedicada a la compra de fotos digitales de licencias de conducir en los cincuenta estados fue expuesta como un frente para el Servicio Secreto.

Conclusión

Es casi demasiado fácil volver a meterse con Bob Novak y el secretario O’Neill, pero no me puedo resistir. “¿Lucha de clases marxista?” “¿Retórica del barón ladrón?” Pues, las páginas anteriores recuentan la “guerra de clases” librada directamente por los barones ladrones. Si esos especímenes tienden a chillar como cerdos cuando hablamos de clase, es porque les hemos tocado una fibra. Pero todos los chillidos del mundo no van a cambiar los hechos.

¿Pero cuáles son las implicaciones de estos hechos para nuestro movimiento? Por lo general se reconoce que la economía señorial fue fundada por la fuerza. Aunque Milton Friedman nunca abordaría el tema, los libertarios de derecha intelectualmente honestos como Rothbard reconocen el papel del Estado en la creación del feudalismo europeo y la esclavitud americana. Rothbard, llegando a la conclusión evidente a partir de este hecho, reconoció el derecho de los campesinos o esclavos liberados para hacerse de sus “cuarenta acres y una mula” sin compensación alguna al propietario.

Pero hemos visto que el capitalismo industrial, en la misma medida que el señorío o la esclavitud, fue fundado a través de la fuerza. Al igual que sus predecesores, el capitalismo no podría haber sobrevivido en ningún momento de su historia sin la intervención del Estado. Las medidas gubernamentales coercitivas en todo momento han negado a los trabajadores el acceso al capital, los obligaron a vender su mano de obra en un mercado de compradores, y protegieron a los centros de poder económico de los peligros del libre mercado. Para citar a Benjamin Tucker de nuevo, los terratenientes y los capitalistas no pueden extraer plusvalía de la mano de obra sin la ayuda del Estado. El trabajador moderno, como el esclavo o el siervo, es la víctima de un robo sistemático; trabaja en una empresa construida con trabajo robado en el pasado. Por los mismos principios que Rothbard reconoce en el ámbito agrario, se justifica que el trabajador moderno tome el control directo de la producción y se apropie de todo el producto de su trabajo.

En un sentido muy real, cada uno de los subsidios y privilegios descritos anteriormente son una forma de esclavitud. La esclavitud, en resumidas cuentas, es el uso de la coerción para vivir del trabajo de otra persona. Por ejemplo, considérese el trabajador que paga $300 al mes por un medicamento bajo patente que costaría $30 en un mercado libre. Si al trabajador se le pagan $15 la hora, las dieciocho horas que trabaja cada mes para pagar la diferencia son esclavitud. Cada hora de trabajo para pagar la usura en una tarjeta de crédito o una hipoteca es esclavitud. Las horas de trabajo para pagar los costos de distribución y comercialización innecesarios (que constituyen la mitad de los precios al por menor) debido a los subsidios a la centralización económica, es esclavitud. Cada hora adicional que alguien trabaja para satisfacer sus necesidades básicas porque el Estado sesga el juego económico a favor de los jefes y lo obliga a vender su trabajo por menos de lo que vale, es esclavitud.

Todas estas formas de esclavitud juntas probablemente equivalgan a la mitad de nuestras horas de trabajo. Si obtuviésemos el valor completo de nuestro trabajo, probablemente podríamos mantener los niveles actuales de consumo con una semana laboral de veinte horas. Como dijo Bill Haywood, por cada hombre que obtiene un dólar por el que no ha sudado, alguien más sudó para producir un dólar que nunca recibió.

Nuestro análisis también plantea dudas sobre la posición del “anarquista” socialdemócrata Noam Chomsky, que es conocido por su distinción entre “visiones” y “metas”. Su visión a largo plazo es una sociedad descentralizada de comunidades y lugares de trabajo autónomos, federados de manera más o menos fuerte: la visión tradicional anarquista. Su objetivo inmediato, sin embargo, es fortalecer el Estado regulador con el fin de romper las “concentraciones privadas de poder” antes de que se pueda lograr el anarquismo. Pero si como hemos visto, el capitalismo depende del Estado para garantizar su supervivencia, se deduce que basta con eliminar los apoyos estatistas al capitalismo. En una carta del 4 de septiembre de 1867, Engels resumió acertadamente la diferencia entre anarquistas y socialistas de Estado: “Ellos dicen ‘al abolir el Estado, el capital se irá al diablo’. Nosotros proponemos justo lo contrario“. Exactamente.

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Revisado en Enero de 2002

Ensayo orignial publicado por Kevin Carson.

Traducido del inglés por Alan Furth.

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