Artículo obra del pensador argentino Ángel Cappelletti extraído del periódico de la CNT de Bilbao.
"La palabra «democracia» y, por ende, el mismo concepto que ella
designa, tienen su origen en Grecia. Parece, pues, lícito, y aun
necesario, recurrir a la antigua lengua y cultura de la Hélade cuando se
intenta comprender el sentido de dicha palabra, tan llevada y traída en
nuestro tiempo.
Para los griegos, «democracia» significaba «gobierno del pueblo»,
y eso quería decir simplemente «gobierno del pueblo», no de sus
«representantes». En su forma más pura y significativa, llevada a la
práctica en la Atenas de Pericles, implicaba que todas las decisiones
eran tomadas por la Asamblea Popular, sin otra intermediación más que la
nacida de la elocuencia de los oradores. El pueblo, reunido en la
Ekklesía, nombraba jueces y generales, recaudadores y administradores,
financistas y sacerdotes. Todo mandatario era un mandadero. Se trataba
de una democracia directa, de un gobierno de todo el pueblo. Pero ¿qué
quería decir aquí «pueblo» (demos)? Quería decir « el conjunto de todos
los ciudadanos». De ese conjunto quedaban excluidos no sólo los esclavos
sino también las mujeres y los habitantes extranjeros (metecos). Tal
limitación reducía de hecho el conjunto denominado «pueblo» a una
minoría.
La democracia directa de los griegos, que en lo referente a su
principio y su forma general, aparece como cercana a un sistema de
gobierno ideal, se ve así desfigurada y negada en la práctica por las
instituciones sociales y los prejuicios que consagran la desigualdad
(esclavitud, familia patriarcal, xenofobia).
Por otra parte, a esta limitación intrínseca se suma en Atenas
otra, que proviene de la política exterior de la ciudad. En su momento
de mayor florecimiento democrático desarrolla ésta una política de
dominio político y económico en todo el ámbito del Mediterráneo. Somete
directa o indirectamente a muchos pueblos y ciudades y llega a
constituir un imperio marítimo y mercantil.
Ahora bien, esta política exterior contradice también la
democracia directa. Una ciudad no puede gozar de un régimen tal en su
interior e imponer su prepotencia tiránica hacia afuera. El
imperialismo, en todas sus formas, es incompatible con una auténtica
democracia. Los atenienses no dejaron de cobrar conciencia de ello y
Tucídedes reporta los esfuerzos que hicieron por conciliar ambos
extremos inconciliables. Cleón acaba por expresar su convicción de que
«la democracia es incapaz de imperio».
La democracia moderna, instaurada en Europa y América a partir de
la Revolución Francesa, a diferencia de la originaria democracia
griega, es siempre indirecta y representativa. El hecho de que los
Estados modernos sean mucho más grandes que los Estados-ciudades
antiguos hace imposible — se dice — un gobierno directo del pueblo. Este
debe ejercer su soberanía a través de sus representantes. No puede
gobernar sino por medio de aquellos a quienes elige y en quienes delega
su poder.
Pero en esta misma formulación está ya implícita una falacia. El
hecho de que la democracia directa no sea posible en un Estado grande no
significa que ella deba de ser desechada: puede significar simplemente
que el Estado debe ser reducido hasta dejar de serlo y convertirse en
una comuna o federación de comunas. Entre los filósofos de la
Ilustración, teóricos de la democracia moderna, Rousseau y Helvetius
vieron muy bien la necesidad de que los Estados fueran lo más pequeños
posible para que pudiera funcionar en ellos la democracia.
Pero ya en esa misma época comienza algunos autores a oponer
«democracia» y «república», lo cual quiere decir, «democracia directa» y
«democracia representativa». Los autores de The Federalist y muchos de
los padres de la constitución norteamericana, como Hamilton, se
pronuncian, sin dudarlo mucho, por la segunda, entendida como
«delegación del gobierno en un pequeño número de ciudadanos elegidos por
el resto». No podemos dejar de advertir que aquí el pueblo es
simplemente un «resto».
Con Stuart Mill, sin embargo, este «resto» se define como la
totalidad de los seres humanos, sin distingos de rango social o de
fortuna. «There ought to be no pariahs in a fullgrown and civilized
nation, except through their own default». («No debe haber parias en una nación desarrollada y civilizada, excepto por propia incapacidad»). Sólo los niños, los débiles mentales y criminales quedan excluídos.
Pero esta idea del sufragio universal tropieza enseguida con una
grave dificultad. El ejercicio de la libertad política y del derecho a
elegir resulta imposible sin la igualdad económica. La gran falacia de
nuestra democracia consiste en ignorarlo. Esto no lo ignoraban los
miembros del Congreso constituye de Filadelfia que proponían el voto
calificado y querían que sólo pudieran elegir y ser elegidos los
propietarios. Hamilton afamaba: «A power over a man’s subsistence
amounts to a power over his will» («El poder sobre los medios de subsistencia de un hombre aumenta el poder sobre su voluntad»). El mismo Kant hacía notar agudamente que el sufragio presupone la
independencia económica del votante y dividía a todos los ciudadanos en
«activos» y «pasivos», según dependieran o no de otros en su
subsistencia. Pero lo que de aquí se debe inferir no es la necesidad de
establecer el voto calificado o el voto plural, como pretenden algunos
conservadores, sino, por el contrario, la necesidad de acabar con las
desigualdades económicas, si se pretende tener una auténtica democracia.
Ya antes de Marx, los así llamados «socialistas utópicos», como
Saint-Simon, veían claramente que no puede haber verdadera democracia
política sin democracia económica y social. ¿Quién puede creer que la
voluntad del pobre está representada en la misma medida que la del rico?
¿Quién puede suponer que la preferencia política del obrero o del
marginal tiene el mismo peso que
del gran comerciante o la del banquero? Aunque según la ley todos los
votos sean equivalentes y todos los ciudadanos, tanto el que busca su
comida en los basurales como el que se recrea con las exquisiteces de lo
resturantes de lujo, tengan el mismo derecho a postularse para la
presidencia de la república, nadie puede dejar de ver que esto no es
sino una ficción llena de insoportable sarcasmo. Y no es sólo la
desigualdad económica en sí misma la que torna írrita la pretensión de
igualdad política en la democracia representativa y el sufragio
universal. Lo mismo sucede con la desigualdad cultural que, en gran
medida, deriva de la económica. Una auténtica democracia supone iguales
oportunidades educativas para todos; supone, por una parte, que todos
los ciudadanos tengan acceso a todas las ramas y todos los niveles de la
educación, y, por otra, que toda formación profesional y toda
especialización deban ser precedidas por una cultura universal y
humanística. Pero en nuestras modernas democracias y, particularmente,
en la norteamericana arquetípica, la educación resulta cada día más
costosa y más inaccesible a la mayoría, mientras la
ultra-especialización alienante se impone cada vez más sobre la
formación humanística y sobre lo que Stuart Mill llamaba «school of
public spirit».
Por otra parte, hoy no se trata sólo de las desiguales
oportunidades de educación que en un pasado bastante reciente oponían la
masa de los ingnorates a la élite de los hombre cultos. La inmensa
mayoría de los gobernantes es lamentablemente inculta, incapaz de pensar
con lógica y de concebir ideas propias. Bien se puede hablar en
nuestros días de la recua gubernamental.
En nuestros días parece advertirse en los partidos políticos un proceso de desideologización. En realidad no se trata de eso sino, más bien, de una creciente uniformación ideológica en la cual el pragmatismo y la tecnocracia encubren una vergonzante capitulación ante los postulados del capitalismo salvaje. Hoy, menos que nunca, optar por un partido significa defender una idea o un programa, frente a otra idea y otro programa. El nuevo orden mundial, cuya bandera es gris, impone la mediocridad como sustituto de la libertad y de la justicia.
Y no podemos entra en el terreno de la cultura moral. Si la
democracia se basa; como dice Montesquieu, en la virtud, y medimos la
virtud de una sociedad por la de sus «representantes», es obvio que
nuestra democracia representativa carece de base y puede hundirse en
cualquier momento.
De todas maneras, estos hechos indudables (sobre todo en América
Latina) nos fuerzan a replantear uno de los más profundos problemas de
toda democracia representativa: el del criterio de elegibilidad. Si el
conjunto de los ciudadanos de un Estado debe escoger de su seno a un
pequeño grupo de hombres que lo represente y delegar permanentemente
todo su poder en ese grupo, será necesario que cuente con un criterio
para tal elección. ¿Por qué designar a fulano y no a mengano? ¿Por qué a
X antes que a Z? Se trata de aplicar el principio de razón suficientes.
Ahora bien, a este principio parece responder, desde los inicios de la
democracia moderna en el siglo XVIII, la norma de la elegibilidad de los
más justos y los más ilustrados. Se supone que ellos son los mas aptos
para administrar, legislar y gobernar en nombre de todos y en beneficio
de todos. Se supone asimismo que la masa de los ciudadanos ha recibido
la educación intelectual y moral requerida para discernir quiénes son
los más justos y los más ilustrados. Todo esto es, sin duda, demasiado
suponer. Pero, aún sin entrar a discutir tales suposiciones, lo
indiscutible es que, en el actual sistema de democracia representativa,
la propaganda y los medios de comunicación, puestos al servicio del
gobierno y de los partidos políticos, de los intereses de los grandes
grupos económicos y, en general, de la sobrevivencia y la consolidación
del sistema, manipulan y deforman de tal manera las mentes de los
electores que éstos, en su inmensa mayoría, resultan incapaces de
formarse un juicio independiente y de hacer una elección de acuerdo con
la propia conciencia. En algunos casos extremos, cuando la democracia
representativa ‘entra en crisis, debidoa un general e inocultable
deterioro de los valores que supuestamente la fundamentan la mayoría
abjura del sistema y reniega de los partidos, pero aún así se muestra
incapaz de asumir el poder que le corresponde y de autogestionar la cosa
pública. El condicionamiento pavloviano es tan potente que, después de
cada explosión popular, se da siempre una reordenación de los factores
de poder y, cuando eso no se logra satisfactoriamente, se produce una
explosión militar. Pero el sistema sobrevive y el capitalismo de la
«libre empresa» y la «libre competencia» campea por sus fueros sin que
lo adversae siquiera el viejo capitalismo de Estado (alias «comunismo»).
Aquí está la clave del entusiasmo del Pentágono y de la CIA, de la Casa
Blanca y del FMI por la «democracia representativa» en América Latina y
en el mundo.
Es evidente, pues, que el criterio de elegibilidad no es el de
«moral y luces» sino el de «acatamiento y adaptabilidad» (al status
quo). Para que los más justos y los más sabios fueran elegidos sería
preciso, entre otras cosas, que se eligiera a quienes no quieren ser elegidos.
La gran ventaja que la democracia representativa tiene, a los
ojos de los poderosos del mundo, consiste en que con ella el pueblo cree
elegir a quienes quiere, pero elige a quienes le dicen que debe querer.
El sistema cuida de que todo pluralismo no represente sino variantes de
un único modelo aceptable. Las leyes se ocupan de fijar los límites de
la disidencia y no permiten que ésta atente seriamente contra el poder
económico y el privilegio social. Se trata de cambiar periódicamente de
gobernantes para que nunca cambie el Gobierno; de que varíen los poderes
para que permanezca el Poder. Esto siempre fue así, pero se ha tornado
mucho más claro para los latinoamericanos desde el fin de la Guerra
Fría, con el nuevo orden mundial de Reagan y Bush. Por otra parte, la
democracia representativa implica en sus propio concepto una grave
falacia. ¿Cómo se puede decir que el diputado o el presidente que yo
elijo representa mi voluntad, cuando dura en su cargo cuatro o cinco
años y mi voluntad varía, sin duda alguna, de año en año, de mes en mes,
de hora en hora, de minuto a minuto? Afirmar tal cosa equivale a
congelar el libre albedrío de cada ciudadano en un instante inmutable y
negar al hombre su condición de ser pensante por un cuatrienio o un
quinquenio. No hay falacia más ridícula que la del mandatario que afirma
que la mayoría lo apoya porque hace cuatro años lo votó. Pero, aún si
nos situáramos en los supuestos de la representatividad, deberíamos
preguntarnos: Cuando yo elijo a un diputado, ¿éste es un simple emisario
de mi voluntad, un mandadero, un portavoz de mis ideas y decisiones, o
lo elijo porque confío absolutamente en él, a fin de que él haga lo que
crea conveniente?.
En el primer caso, no delego mi voluntad sino que escojo
simplemente un vehículo para darla a conocer a los demás. Si esta
concepción se lleva a sus últimas consecuencias, la democracia
representativa se convierte en democracia directa. En el segundo caso,
no sólo delego mi voluntad, sino que también abjuro de ella, mediante un
acto de fe en la persona de quien elijo. Si esta concepción se lleva a
sus últimas consecuencias la democracia representativa desemboca en
gobierno aristocrático u oligárquico.
En el primer caso, el representante es un simple mensajero, en
nada superior, sino más bien inferior, a quien lo envía. En el segundo,
no se ve por qué el representante debe ser elegido por el voto popular,
ya que por sus propios méritos puede confiscar definitivamente la
voluntad de los demás. Más valdría entonces aceptar la teoría
conservadora de Burke acerca de la representación virtual, según
la cual inclusive quienes no votan están representados en el gobierno
cuando realmente desean el bien del Estado. La democracia representativa
se enfrenta así a este dilema: o los gobernantes representan real y
verdaderamente la voluntad de los electores, y entonces la democracia
representativa se transforma en democracia directa, o los gobernantes no
representan en sentido propio tal voluntad, y entonces la democracia
deja de serlo para convertirse en aristocracia. Stuart Mill, que era un
liberal sincero, no gustaba de la aristocracia, pero tampoco se atrevía a
postular una democracia directa y, por eso, proponía un camino
intermedio. Para él, los gobernantes elegidos por el pueblo deben gozar
de cierta iniciativa personal al margen de la voluntad de sus electores
y, aún cuando siempre han de considerarse responsables ante éstos, no
deben ser sometidos a plebiscitos o juiciospopulares. El filósofo inglés
llega hasta donde puede llegar un liberal que no osa ser libertario.
Como los autores de The Federalist, que se decían «republicanos» y no
«demócratas», considera necesario el liderazgo de los hombres justos e
ilustrados para el desarrollo político del pueblo, cuyo buen sentido ha
de ser iluminado por la sabiduría de aquéllos. Tal concesión a la
aristocracia del saber suscita, sin embargo, algunas objeciones. Un
diputado puede saber de finanzas, o de educación, o de agricultura, o de
política internacional, o de salud pública, pero no puede saber de
todas esas cuestiones al mismo tiempo. Sin embargo, en los debates
parlamentarios puede opinar y debe votar sobre todas ellas. Es obvio que
opinará y votará sobre lo que no sabe. Opinará y votará, pues, con
frecuencia, no como hombre ilustrado, sino como ignorante. ¿Cómo puede
un ignorante contribuir al desarrollo político del pueblo? Se dirá que
puede asesorarse con los expertos o «sabios» que tiene a su disposición.
Pero, si se trata de aprender de quienes saben, también pueden hacerlo
los electores sin necesidad de delegar su ignorancia en ningún
represente.
La democracia representativa se vincula, por lo común, con los
partidos políticos y no funciona sino a través de ellos. Es dudoso, sin
embargo, que se trate de una vinculación necesaria y esencial ya que
bien se puede concebir una representación estrictamente grupal o
personal. Nada impide imaginar que los partidos sean remplazados por
grupos de electores formados «ad hoc» o que el electorado vote sólo por
personas con nombres y apellidos cuyos programas de gobierno hayan sido
dados a conocer previamente. Es una falacia más, por consiguiente,
aunque no de las más graves, afirmar que no puede existir democracia
indirecta sin partidos políticos.
El papel desempeñado por éstos origina, de hecho, algunas de las
más serias contradicciones que dicha democracia implica. Los partidos
representan intereses de clases o de grupos y se fundan en una
ideología. Ellos proponen al electorado las candidaturas y establecen
las listas de los elegibles. Ahora bien, es muy posible que un ciudadano
no se indentifique con ninguna de las clases o grupos representados por
los partidos existentes y que no comparta ninguna de sus ideologías.
¿Tendrá que votar por alguien que no expresa de ninguna manera sus
intereses y su modo de pensar? Le queda el recurso — se dirá — de fundar
un nuevo partido. Pero es obvio que éste es un recurso puramente
teoríco, ya que en la práctica la función de un partido político (y
sobre todo de uno que tenga alguna probabilidad de acceder al gobierno)
resulta nula no sólo para los ciudadanos individuales sino también para
casi todos los grupos formados en torno a una idea nueva y contraria a
los intereses dominantes.
En general, el elector elige a ciegas, vota por hombres que no
conoce, cuya actitud y cuyo modo de pensar ignora y cuya honestidad no
puede comprobar. Vota haciendo un acto de fe en su partido (o, por mejor
decir, en la dirigencia de su partido), con la fe del carbonero,
confiando en el azar y en la suerte y no en convicciones racionales.
Pero, si esto es así, ¿no sería preferible reintroducir la ticocracia y,
en lugar de realizar costosas campañas electorales, sortear los cargos
públicos como los premios de la lotería? Este procedimiento no deja de
tener un fundamento racional, si se supone que todos los hombres son
iguales e igualmente aptos para gobernar.
No deja de ser escandalosamente contradictorio que partidos
políticos cuya proclamada razón de existir es la defensa de la
democracia en el Estado sean en su organización interna rígidamente
verticalistas y oligárquícos. Ello obliga a pensar que la escogencia de
los candidatos difícilmente tiene algo que ver con la honestidad, con el
saber o siquiera con la fidelidad a ciertos principios.
En nuestros días parece advertirse en los partidos políticos un proceso de desideologización. En realidad no se trata de eso sino, más bien, de una creciente uniformación ideológica en la cual el pragmatismo y la tecnocracia encubren una vergonzante capitulación ante los postulados del capitalismo salvaje. Hoy, menos que nunca, optar por un partido significa defender una idea o un programa, frente a otra idea y otro programa. El nuevo orden mundial, cuya bandera es gris, impone la mediocridad como sustituto de la libertad y de la justicia.
Uno de los más ilustres ideólogos de la democracia, Jefferson, el
cual sabía bien que el mejor gobierno es el que menos gobierna,
confiaba en que el gobierno del pueblo por medio de sus representes
aboliría los privilegios de clase sin suprimir las ventajas de un
liderazgo sabio y honesto. Al cabo de dos siglos, la historia nos
demuestra que tal esperanza no se ha realizado.
Sólo la democracia directa y autogestionaria puede abolir los
privilegios de clase y, sin admitir ningún liderazgo, reconocer los
auténticos valores del saber y de la moralidad en quienes verdaderamente
los poseen."
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